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Las líneas azules del fondo de la piscina ondulaban y temblaban incesantemente, y algo en la forma de aquel lugar, tal vez el hecho de que fuese largo y estrecho y estuviese cubierto de azulejos hasta el techo, hacía resonar sus voces. Las mismas voces que sonaban tristes al aire libre, en el patio del instituto, “¡Esa luz! ¡Esa luz!”, era como si se gritasen desde el otro lado del agua y desde las gradas.
Todos iban desnudos, y hasta que llegase el señor Pritzker, sólo podían mirar el agua; tenían prohibido meterse en ella. Se apiñaron junto al trampolín y se empujaron y pisotearon unos a otros, peleándose con desgana. Los que estaban junto al borde de la piscina daban codazos y proferían amenazas que no tenían intención de cumplir, pero que ayudaban a pasar el rato.
La clase de natación era casi siempre igual. Primero pasaban lista, luego entrenaban quince minutos a espalda o practicaban la patada o la respiración y, para acabar, hacían una carrera de relevos. El señor Pritzker elegía a dos chicos y les dejaba escoger su propio equipo. Lo seleccionaban con mucha seriedad moviéndose por la clase y señalando por orden decreciente a los mejores nadadores. Pero lo verdaderamente crucial era a quién le tocase elegir al último. El equipo que tuviese que quedarse con Lymie Peters era el que perdía. Lymie no sabía nadar a crol. Semana tras semana, la carrera de relevos empezaban con gran excitación y continuaba de un lado al otro de la piscina hasta que le tocaba el turno a Lymie. En cuanto se zambullía y empezaba su lenta y frenética brazada lateral, la carrera decaía y el lugar se iba quedando en silencio.
Como se le daban tan mal los deportes, lo mejor que podía hacer Lymie era pasar desapercibido. En la clase de gimnasia, los días que jugaban al béisbol al aire libre, se iba corriendo al campo de la derecha y desde aquel lugar, en comparación seguro, contemplaba el partido. Allí llegaban muy pocas bolas y el central sabía que, aunque llegaran, Lymie no las atraparía. Pero en la clase de natación no había dónde apartarse. Se quedaba lejos de los otros, un muchacho delgado, estrecho de pecho, de pelo negro que formaba un pico de viuda sobre la frente y unos grandes y dubitativos ojos marrones. Siempre trataba de hacerlo lo mejor posible cuando llegaba la ocasión y nadie le reprochaba que fuese él quien decidiera siempre la carrera. Aunque, por otro lado, tampoco se tomaran la molestia de ocultarlo.
Ese día ocurrieron dos cosas fuera de lo habitual. El señor Pritzker llegó algo como una pelota de baloncesto aunque más grande, y llegó un chico nuevo a clase. El nuevo tenía el cabello fino y los ojos grises un poco demasiado juntos. No era muy guapo, pero su cuerpo, para ser el cuerpo de un muchacho, estaba muy bien formado, con una gracia masculina natural. De vez en cuando aparece gente -como el chico nuevo- que sirven como recordatorio de las reglas ideales y casi abstractas de proporción en las que se basa, por torpemente que sea, el ser humano. En la clase había chicos más grandes y más musculosos, pero en cuanto el nuevo ocupó su puesto en la fila que formaban junto al borde de la piscina, hizo que los demás parecieran desgarbados, como si tuvieran los brazos y las piernas demasiado largos. Todos le echaban miradas furtivas de admiración. Él miraba los azulejos del suelo o más allá hacia el infinito.
El señor Pritzker abrió su librito. “Adams -empezó-, Anderson…, Borgstedt…, Catanzano…, De Fresne…”
El nuevo se llamaba Latham.
El señor Pritzker, distinto de los demás por su tamaño y su edad, y por el hecho de ser el único que llevaba bañador y un silbato con una cinta alrededor del cuello, esbozó las reglas generales del waterpolo. A Lymie Peters le iban bastante bien los estudios, pero los juegos le producían ansiedad. El temor a ser de pronto el centro de atención, a que todo el juego dependiese de sus acciones, le nublaba la inteligencia. Vio las palabras “cinco chicos a cada lado” separarse como las líneas azules a lo largo del fondo de la piscina y volver a juntarse.
Por fin le llegó el turno de meterse en el agua, pero en lugar de participar en los gritos y los salpicones, en lugar de tratar de arrebatarles la pelota a los demás, se quedó junto al borde de la piscina. Hizo algunos esforzados pero inútiles movimientos cuando se le aproximó el grupo de jugadores y se relajó ligeramente cuando volvieron a alejarse (el agua volaba entre salpicones y el silbato les interrumpía constantemente) hacia el otro extremo de la piscina. Cada sesenta segundos, el minutero del reloj de pared se movía hacia delante con una sacudida perceptible, que quedaba registrada en el cerebro de Lymie. El tiempo, el lento paso del tiempo, era lo único que entendía, su única esperanza hasta el momento en que, sin previo aviso, la pelota voló directa hacia él. Miró ansiosamente a uno y otro lado, pero en aquel extremo de la piscina no había nadie. Desde la otra parte, una voz gritó: “¡Cógela, Lymie!”, y él la cogió.
Lo que ocurrió a continuación, estuvo enteramente fuera de su control. Los chapoteos le rodearon y le succionaron hacia el fondo. Rodeado de brazos que le agarraban y de muslos que rodeaban su cintura, se hundió hacia el fondo, hacia el fondo donde no había aire. Sus pulmones se expandieron y llenaron su pecho y él se agarró a la pelota con un pánico ciego. Tras un larguísimo momento, los brazos le soltaron sin motivo aparente. Los muslos le liberaron y se encontró de vuelta en la superficie, donde había vida y luz. La pelota se le escapó de entre las manos.
-¿Por qué la agarrabas así? -le preguntó un chico llamado Carson-. ¿Por qué no la soltaste?
Lymie vio la cara de Carson, enorme en el agua enfrente de él.
-Si el nuevo no te los llega a quitar de encima, te ahogas -dijo Carson.
Con una repentina y abrumadora gratitud, Lymie miró a su alrededor en busca de su salvavidas, pero el nuevo había desaparecido. Estaba en alguna parte en mitad de la lucha y los salpicones del otro extremo de la piscina.
La hoja plegada
William Maxwell
Comenzó a trabajar como editor literario en The New Yorker, y siguió en ella durante 40 años (1939-1975); se ocupaba de la sección correspondiente de dicha revista. Allí conoció y orientó a muchos narradores de gran valía. Trabajó con escritores de la talla de Vladimir Nabokov, John Updike, J.D. Salinger, John Cheever, Mavis Gallant, Frank O’Connor, Larry Woiwode, John O’Hara, Eudora Welty, e Isaac Bashevis Singer.
Sobre su papel de editor, Eudora Welty dijo: «Para los escritores de ficción Maxwell era el General». La narradora canadiense Alice Munro destacó su figura, a la par de toda una serie de nombres de primera línea, como Carson McCullers, Eudora Welty, Flannery O’Connor, y en algún aspecto hasta por encima de estas escritoras.
Pero lo más importante es su propia obra, de gran categoría e influjo. Su primera novela fue Bright Center of Heaven (1934). Escribió en conjunto seis novelas, que fueron muy bien acogidas por el público, así como relatos breves, ensayos, cuentos para niños y finalmente unas memorias, Ancestors (1972). En su obra, calificada por los expertos como una de las más importantes del siglo XX, son recurrentes los temas de la infancia, la familia, la muerte súbita o las vidas que cambian silenciosa e irreparablemente. Una parte de su trabajo es autobiográfico, y sobre todo concierne a la pérdida de su madre. Su obra ha pasado muchos años sin comentarse; Adiós, hasta mañana, de 1980, fue ganadora del premio American Book Award y se tradujo al castellano en 1998.
Desde su muerte, en el año 2000, se han publicado algunas biografías sobre él, que no han sido traducidas.
En 2008 la Library of America (editorial sin ánimo de lucro, que publica a autores norteamericanos clásicos y considerados imprescindibles) publicó el primer volumen de la obra de William Maxwell Early Novels and Stories.Para celebrar el centenario de su nacimiento, se publicó en el otoño de 2008 el segundo volumen de su obra Later Novels and Stories.
[de la Wikipedia]