Cuentos
John Cheever

Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika Goicoechea
RBA
Título original: Collected Stories
Primera edición: octubre de 2012
ISBN: 978-84-9006-395-8
1042 páginas
29 €
……………………………………………………………………………………………..
CONTENIDO
Prefacio
CUENTOS
Adiós, hermano mío
Un día cualquiera
La monstruosa radio
Oh, ciudad de sueños rotos
Los Hartley
La historia de Sutton Place
Granjero de verano
Canción de amor no correspondido
La olla repleta de oro
Clancy en la torre de Babel
La Navidad es triste para los pobres
Tiempo de divorcio
La casta Clarissa
La cura
El superintendente
Los chicos
Las amarguras de la ginebra
¡Adiós, juventud! ¡Adiós, belleza!
El día que el cerdo se cayó al pozo
El tren de las cinco cuarenta y ocho
Solo una vez más
El ladrón de Shady Hill
El autobús a St. James
El gusano en la manzana
El problema de Marcia Flint
La bella lingua
Los Wryson
El marido rural
El camión de mudanzas escarlata
Simplemente dime quién fue
Brimmer
La edad de oro
La cómoda
La profesora de música
Una mujer sin país
La muerte de Justina
Clementina
Un muchacho en Roma
Miscelánea de personajes que no aparecerán
La quimera
Las casas junto al mar
El ángel del puente
El brigadier y la viuda del golf
Una visión del mundo
Reunión
Una culta mujer norteamericana
Metamorfosis
Mene, Mene, Tekel, Upharsin
Montraldo
El océano
Marito en città
La geometría del amor
El nadador
El mundo de las manzanas
Otra historia
Percy
La cuarta alarma
Artemis, el honrado cavador de pozoz
Tres cuentos
Las joyas de los Cabot
………………………………………………………………………………………..
PREFACIO
Me gustaría que el orden en que se han publicados estos relatos se invirtiera y que apareciera yo primero como un hombre mayor, y no como un joven estupefacto al descubrir que hombres y mujeres genuinamente recatados admitían en sus relaciones amargura erótica e incluso codicia. El parto de un escritor, según creo, a diferencia del de un pintor, no presenta alianzas interesantes con sus maestros. En el crecimiento de un escritor, no hay nada comparable a las primeras copias de Jackson Pollock de las pinturas de la capilla Sixtina, con sus interesantes referencias a Thomas Hart Benton. Al escritor podemos verlo aprendiendo torpemente a caminar, a hacerse el nudo de la corbata, a hacer el amor y a comer los guisantes con tenedor. Se presenta más bien solo y determinado a instruirse por su cuenta. Ingenuo, provinciano en mi caso, a veces obtuso, y casi siempre torpe, incluso una cuidada selección de sus primeros trabajos será siempre la historia desnuda de su lucha por recibir una educación en economía y en amor.
Estos relatos se remontan a mi honorable licenciamiento del ejército, al final de la segunda guerra mundial. Están en orden cronológico, si no me falla la memoria, y los textos más embarazosamente inmaduros han sido eliminados. A veces parecen historias de un mundo perdido, cuando la ciudad de Nueva York aún estaba impregnada de una luz ribereña, cuando se oían los cuartetos de Benny Goodman en la radio de la papelería de la esquina y cuando casi todos llevaban sombrero. Aquí está el último de aquella generación de fumadores empedernidos que por la mañana despertaban al mundo con sus accesos de tos, que se ponían ciegos en las fiestas e interpretaban obsoletos pasos de baile, como el Clevelan chicken, que viajaban a Europa en barco, que sentían auténtica nostalgia del amor y la felicidad, y cuyos dioses eran tan antiguos como los míos o los suyos, quienquiera que sea usted. Las constantes que busco en esta parafernalia a ratos anticuada son cierto amor a la luz y cierta determinación de trazar alguna cadena moral del ser. Calvino no desempeño ningún papel en mi educación religiosa, pero su presencia parecía habitar en los graneros de mi juventud, y quizá me dejó cierta indebida amargura.
Muchos de estos relatos se publicaron por primera vez en The New Yorker, donde Harold Ross, Gus Lobrano y William Maxwell me dieron el don inestimable de un grupo amplio, inteligente y sensible de lectores y suficiente dinero para dar de comer a la familia y comprarme un traje nuevo cada dos años. “¡Esto es una revista familiar, maldita sea!”, solía vociferar Ross al menor signo de incitación a los impulsos eróticos. Él no era nada recatado, y cuando descubrió que yo daba un respingo cada vez que él usaba la palabra “follar” en la mesa del almuerzo, la repetía con frecuencia, solo para verme saltar. Su falta de recato era realmente pronunciada; por ejemplo, si preveía que un compañero de póquer iba a ser un pesado, se iba al cuarto de baño y volvía con las orejas rellenas de papel higiénico. Naturalmente, esa clase de conducta nunca aparecía en la revista. Pero le enseñó a uno, o así me gusta pensarlo, que el recato es una forma de discurso tan profundo y connotativo como cualquier otro, diferente no solo por su contenido, sino por su sintaxis y sus imágenes. Puesto que los hombres a quienes apoyó van desde Irwin Shaw hasta Vladimir Nabokov, parece que ha hecho más bien que ninguna otra cosa.
Toda documentación precisa de nuestra inmadurez resulta embarazosa, y así lo encuentro a veces en estas narraciones, pero para mí la turbación queda redimida por los recuerdos que las historias me reavivan de las mujeres y los hombres que he amado y de las habitaciones, los pasillos y las playas donde fueron escritos los relatos. Mis historias favoritas son las escritas en menos de una semana y compuestas a menudo en voz alta. Recuerdo haber exclamado: «¡Me llamo Johnny Hake!». Fue en el vestíbulo de una casa en Nantucket que habíamos conseguido alquilar barata, por el retraso de un juicio sucesorio. Saliendo del cuarto de servicio de otra casa alquilada, le grité a mi mujer: «¡Esta es una noche en la que reyes con trajes dorados cabalgan sobre las montañas a lomos de elefantes!». La paciencia de mi familia ha sido inestimable. Bajo el toldo de la entrada de un edificio de apartamentos de la calle Cincuenta y Nueve escribí, en voz alta, las lineas finales de «Adiós, hermano mío». «¡Ah! ¿Qué se puede hacer con un hombre así?», pregunté, y cerré la historia diciendo: «Me quedé mirando a las mujeres desnudas, saliendo del agua». «Está hablando usted solo, señor Cheever», me dijo amablemente el portero, y también él -correcto, jovial y satisfecho con su propina de diez dólares para Navidad- parece un personaje del pasado perdurable.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...