Reseñas


Author John Cheever in 1979 at the Croton railroad station in Westchester County, New York. Photo by Donal (cq) F. Holway FTWP.

TIEMPO Y ESPACIO. En 1956, a los ochenta y seis años de edad, la madre de John Cheever murió no sin antes comunicarle a su hijo una última enseñanza: “No debes entristecerte cuando me vaya. Estoy muy feliz por la cercanía del final. He hecho en mi vida todo lo que me propuse hacer, incluso, mucho que ni siquiera imaginé que haría.” Pronunciada esta declaración, Mary Deveraux Liley Cheever mandó comprar una caja grande de botellas de whisky y no exhaló su último suspiro hasta no haber vaciado todas y cada una de ellas. Al menos eso contaba Cheever.

Se sabe que Cheever gustaba de inventar la realidad, corregirla, redactarla mejor de lo que suele venir escrita, eso que suelen hacer los escritores. En cualquier caso, lo que sí es rigurosamente cierto es que Cheever no pudo sentarse a pensar en serio una novela sino hasta la muerte de sus progenitores. Su padre, Frederick Lincoln Cheever, había fallecido diez años antes y, ahora, la desaparición de su madre le abría las puertas de par en par a una trama que llevaba incubando dos décadas y que por fin –libre de la presencia sensora de sus mayores y sin ninguna culpa a la hora de invocar y rescribir episodios selectos de la vida de su familia- parecía surgir como un torrente imparable de su máquina de escribir. Un inesperado premio de veinte mil dólares cortesía del national Institute of Arts and Letters, que le daba tiempo y tranquilidad para acometer la empresa, terminó de decidir a Cheever: ahora o nunca, pensó.

Ahora.

TINTA Y SANGRE. Hay muchas y muy grandes novelas familiares. Hawthorne, Eliot, Tolstói, Dickens, James, Mann, Galsworthy, Faulkner, Lampedusa, Updike, García Márquez, Foster Wallace… Contar una familia es contar un mundo entero atrapado por los funcionales confines de un apellido. Un mundo que -es ley casi siempre- se narra remontando y precipitándose por un camino establecido e inevitable: el ascenso, el esplendor y la caída de una misma sangre.

Crónica de los Wapshot (1957) y El escándalo de los Wapshot (1964) se desentienden desde el principio de este lugar común. De algún modo, ambas son antinovelas familiares ya que la Familia como ente/personaje se nos presenta desde el vamos en permanente estado de licuación. Y optan -como suele ocurrir tanto en la novelística como en los cuentos de John Cheever- por dotar a la ficción del gozoso desorden de la realidad donde aparecen claramente establecidas varias de las obsesiones y diversiones clásicas de su autor (1). Ahí están las alucinaciones desesperadas de los padres, la competencia de espejo entre hermanos, las sombras de la homosexualidad, los peligros insalvables del matrimonio, el espanto de la tecnocracia, el desprecio a los acólitos de la psicología como ciencia exacta y -ver el relato de 1961, “La muerte de Justina”, (2) donde reaparece un atribulado Moses Wapshot escritor de eslóganes publicitarios- los horrores burocráticos del mundo profesional. Todo esto perfumado –como corresponde en Cheever- con la inquietante fragancia de lo casi legendario confundiéndose con el vulgar hedor de lo cotidiano. Así, las vidas, pasiones y muertes de los Wapshot -que en una primera versión se llamaban Field- transcurren como arrastradas por un viento misterioso que parece soplar desde el fondo de la Historia y que en seguida dota a lo moderno con un aliento mítico.

La crónica y escándalos de los Wapshot empiezan con la celebración de un desfile de 4 de Julio y terminan con unas extrañas Navidades; pero, más allá de estas efemérides, se hace difícil ubicarlas en un tiempo y en un espacio firmes. De acuerdo, estamos en Estados Unidos y parece correr la década de los cincuenta; pero nada es tan preciso: contrario a lo que suele ocurrir con otras sagas familiares -firmes y claramente enclavadas en un momento histórico-, en las novelas de los Wapshot no hay alusiones a acontecimientos o situaciones puntuales o a titulares de periódicos. A diferencia de muchas de las familias escritas por sus contemporáneos, los Wapshot parecen habitar un mundo casi mágico. Un paisaje donde el presente aparece siempre como un campo de batalla donde luchan con potencia de dioses antiguos el lirismo del ayer y el estruendo de lo que vendrá. Tal vez de ahí surgió la idea de algunos escritores de considerar a Cheever como el primero y más sutil realista mágico de las letras norteamericanas así como, también, el más intuitivo y primitivo de los posmodernos, creando un mundo de pueblos costeros y barrios residenciales que pueden llamarse Shady Hill, Remsen Park, Proxmire Manor, Talifer, Maple Dell o Bullet Park donde Frank Capra y Franz Kafka se zambullen en la misma oceánica piscina.

PUEBLO Y PLANETA. Saint Botolphs, en Nueva Inglaterra, es el Paraíso y -como bien dejó caer con malicia un crítico- es “ese pueblo que nadie jamás podrá heredar porque nadie tiene un abuelo que haya vivido allí”. Saint Botolphs -según John Cheever construido a partir de fragmentos de Quincy, Newburyport, Bristol, New Hampshire y “la geografía de mi imaginación”- es Camelot y Shangri-La y Brigadoon. Un territorio idealizado y que -aunque imperfecto- se las arregla para mantener en alto ciertos valores eternos. “Sentí el irrefrenable impulso de fundarlo una noche que me asomé a la ventana de un hotel de tercera clase en Hollywood Strip y contemplé un mundo tan bárbaro y entregado al nomadismo que el atractivo de una vida provincial enclavado en una tradición firme se me hizo irresistible”, explicó el escritor.

Allí viven los Wapshot y de allí parten -con energía picaresca e iniciática- los hermanos Moses y Coverly Wapshot. Crónica de los Wapshot y El escándalo de los Wapshot tratan de sus aventuras, penurias, pruebas a superar y deslumbramientos en el mundo exterior. Como en las tradiciones más y mejor añejadas, Moses y Coverly sólo podrán regresar a Saint Botolphs tras haber superado o sucumbido a varias y difíciles pruebas. Saint Botolphs como punto de partida y centro del universo. Saint Botolphs como paraíso al que hay que abandonar para sólo así poder apreciar su divino y bucólico y, digámoslo, un tanto sospechoso encanto de -Cheever dixit- “tarjeta de felicitaciones con un mensaje obsceno en clave”.

Saint Botolphs es el punto de salida -y de retorno- desde el que los “héroes” de ambas novelas se proyectan hacia las grandes ciudades, los suburbios de clase media, una isla top-secret en algún pliegue del océano Pacífico, una base de lanzamiento de cohetes en la Costa Oeste y el Viejo Mundo para Cheever siempre representado por su amada Italia. Desde Saint Botolphs parten los hermanos Moses y Coverly Wapshot -tanto más dionisíacos que los apolíneos hermanos Glass de J. D. Salinger con quienes compartieron época y páginas en The New Yorker- siempre amparados por las figuras totémicas y tutelares de sus padres, Leander y Sarah Wapshot, la formidable prima y tía Honora y una serie casi alucinada de amantes, esposas, hijos y jefes (entre los que se cuenta el terrible y formidable profesor Cameron) en las profesiones más extrañas e imprevisibles, al punto de que llegan a ser algo “tan secreto que no puede ser discutido aquí”.

El capitán sin barco Leander Wapshot -primero como marino castigado en tierra firme y en seguida como conciencia fantasmal que guía el presente de sus hijos desde su propio pasado contenido en un diario o en mensajes que aparecen como por arte de magia- representa la veneración de Cheever por lo que fue y ya no se recuperará. Leander es la memoria histórica humillada y agonizando en los bordes mismos de la inminente Edad de la Amnesia hacia la que se precipita un país tan satisfecho de su propia grandeza que, creyéndose infinito, olvida su verdadera situación en el mapa. Contra esa idea lucha Leander y lucha Cheever en dos libros que abogan por la permanencia del Viejo Orden y sus valores, sin que eso equivalga a decir que se trata de novelas conservadoras, pero sí dotadas de un reverencial puritanismo pagano que las relaciona con las ficciones fundacionales de Nathaniel Hawthorne. Esta forma lírica y un tanto maniquea de denunciar los rigores de la modernidad -que convirtió a Cheever en un escritor muy popular en la Unión Soviética de entonces, que entendía sus relatos como protestas contra el American Way of Life- es, en realidad, más interesada que generosa, y está firmemente enraizada en una necesidad del autor por inventarse un ayer respetable que le ayudara a creer en un propio y mejor presente aunque también advirtiera, a la hora de la verdad absoluta, que “Saint Botolphs fue creado más por mandato de la ironía que de la nostalgia”.

VERDADERO Y FALSO. Se sabe que John Cheever -quien gustaba de impostar modales y acento aristocráticos- sufría su condición de hombre sin clase, de intruso en todas partes y de expulsado original desde el nunca del todo aclarado episodio que determinó su retirada forzosa del colegio secundario y la inspiración para su primer cuento publicado a los dieciocho años. Se sabe también que Cheever despreciaba a los que entendían la literatura como “forma de criptoautobiografía” y a los que todo el tiempo escarban en las catedrales de la ficción buscando las ruinas de lo verdadero. Dijera lo que dijera, difícil evitar la tentación de buscarlo y encontrarlo en novelas y relatos -él mismo ofreció buena parte de las claves autorizando a su familia la publicación post-morten de esa Caja de Pandora que son sus formidables Diarios (1991)-, y los lazos que unen a los Cheever con los Wapshot son fuertes y atendibles.

Se sabe que -al igual que Ezekiel Wapshot- el célebre y reverenciado maestro Ezekiel Cheever llegó a Nueva Inglaterra en 1630 y fundó la colonia de Massachussets (en realidad, John Cheever, contrario a lo que declaraba y probablemente acabó por creerse, era descendiente no de Ezekiel sino de Daniel Cheever, primo de Ezekiel y carcelero de profesión); que a lo largo del siglo XIX los Cheever gozaron de muy buena posición dentro de la sociedad; que con el siglo XX llegaron las penurias económicas. Se sabe que el padre de Cheever perdió su negocio durante la Depresión y que se distanció de su esposa cuando ésta puso una tienda de regalos; que Cheever -como ocurre con Moses y Coverly- se sentía extremadamente cercano a su hermano Frederick y que acabaron distanciándose y viéndose muy de vez en cuando. Y se sabe que Cheever recibió de su padre como herencia las obras completas de Shakespeare y un cuaderno con un intento de autobiografía escrita con una sintaxis espasmódica que Cheever -combinándolo con un estilo que recuerda al de su amigo y poeta e. e. cummings- utilizó para crear el excepcional diario de Leander; contrapunto narrativo que suena extraño leído en silencio pero -al igual que cualquier cosa escrita por Cheever- maravilloso al ser leído en voz alta.

CUENTISTA Y NOVELISTA. Para 1956, John Cheever ya era un escritor reconocido por la crítica y apreciado por los lectores a partir de los relatos que habitualmente publicaba en el semanario The New Yorker. Para entonces, llevaba publicadas unas cien historias agridulces de jóvenes parejas oscilando entre Manhattan y las afueras de la gran ciudad, luchando siempre contra las tentaciones de la melancolía, la infidelidad, el alcohol, las ganas de hacer volar todo por los aires en medio de un estallido epifánico. Varios de esos relatos habían sido reunidos en dos libros -The Way Some People Live 81943) y The Enormous Radio and Other Stories (1953)- que le habían otorgado a Cheever cierto prestigio y un buen pasar pero, también, el estigma crítico de “escritor de revista” obligado por su medio a contentar determinadas necesidades de un lector promedio. Y lo más grave de todo: para 1956, Cheever -que había nacido en 1912, publicado su primer relato en 1930 y superado los cuarenta años- no había escrito ninguna novela. Y, se sabe, siempre serán demasiados los que piensan que si no hay novela no hay escritor. Pero también era verdad que publicar una novela equivalía a ascender -tanto en prestigio como a la hora de pedir un adelanto- en el escalafón de la vida literaria. Así, Cheever escribió una primera novela, Crónica de los Wapshot, por obligación de artista: para crear un mundo. Y una segunda novela, El escándalo de los Wapshot, también por obligación de artista; pero una obligación de signo opuesto: destruir ese mundo que había creado con tanto amor y que ahora, sin comprender del todo por qué, parecía odiar tanto.

En realidad, Cheever ya lo había intentado a mediados de los años treinta. Incluso había recibido un adelanto de cuatrocientos dólares y, es más, había escrito un primer atisbo de saga familiar: se llamaba The Holly Tree (su título alternativo era Empty Bed Blues). La entregó a la editorial Simon&Schuster en el otoño de 1936. Le dijeron que el libro necesitaba correcciones a fondo: estaba compuesto por episodios más que por capítulos, no había un narrador sino que el argumento avanzaba con sinuosas marchas y contramarchas, punto de vista y lenguaje cambiantes, cronología espasmódica. Cheever entendía que cierta falta de respeto o “una violación” a las coordenadas temporales era un signo distintivo de las mejores y más grandes novelas, y puso Guerra y paz y En busca del tiempo perdido como ejemplos. Sus editores, sin embargo, esperaban algo más convencional y no tan “vanguardista”. Algo más parecido a lo que habían leído en The New Yorker. Cheever prometió corregirlo, se puso a escribir nuevos cuentos para pagar deudas, guardó la novela en un cajón y, una mañana terrible en una estación de tren (uno de los escenarios cheeverianos por excelencia), el escritor arrojó el manuscrito al cubo de la basura y volvió a su casa caminando y, es más que probable, se sirvió un whisky doble en las rocas de su descontento.

Cabe pensar -Cheever nunca habló demasiado del tema a no ser en cartas y de forma general; no ha aparecido ninguna copia de la novela en los archivos de Simon&Schuster ni bosquejo alguno entre los papeles del escritor– que The Holly Tree bien podía tratarse de un antepasado no tan lejano de las novelas posteriormente protagonizadas por la familia Wapshot. Lo que sí está muy claro es que las sugerencias que le hicieran sus desconcertados editores inauguraron entonces un reflejo casi automático que perseguiría a todas y cada una de las novelas del Cheever novelista, provocando una suerte de tan ingrato como imbécil conflicto con el Cheever cuentista. Un espejismo encandilador y falso, un reflejo casi automático, que constituiría una de las maniobras criticas imprescindibles a la hora de juzgar a un escritor que sólo quería contar historias sin importar el tamaño. Lo que importaba para Cheever era la intensidad de todas y cada una de sus partes; y así sus novelas “atomizadas” -que también incluyen a Bullet Park (1969), Falconer (1977) y la nouvelle-coda titulada Oh What a Paradise It Seems (1982)- parecen incluir, cada una, argumentos e ideas suficientes para nutrir a otras muchas novelas. Esta forma centrífuga y maximalista de contar -que es uno de los elementos distintivos del Cheever Style- siempre irritó y fascinó a críticos y lectores por igual y a esto se refiere Cheever en uno de los últimos cuentos que escribió, “The leaves, the Lion-Fish and the Bear”: “Lo obsoleto de una narración en línea recta, en un mundo que se distingue por sus curvas, en ocasiones nos obliga a la disertación. Cualquiera de nosotros puede poner por escrito una tormenta en alta mar o una persecución por un paso de montaña (al atardecer), pero más allá de eso existe, me parece, una forma interna que trasciende al suspenso clásico y al mobiliario típico de la novela”.

Los fiscales acusadores -entre los que se contaron nombres de prestigio como Elizabeth Hardwick y Cynthia Ozick- apuntaron una y otra vez, hasta la muerte del autor, que Cheever nunca escribió “verdaderas novelas”, sino que se dedicaba a enhebrar cuentos con mayor o menos pericia. Ofrecían como prueba incontestable de ello que Cheever solía publicar como cuentos y en revistas varios “capítulos” de sus novelas antes de la salida del libro y agregaban que el autor no era otra cosa que un alumno aventajado de la escuela de The New York Times: ficciones domésticas para consumo masivo con una pátina de sofisticada manipulación supuestamente transgresora a la hora de disimular fábulas de rancias moralejas.

Los abogados defensores -cabe mencionar a John Gardner y John Updike entre ellos- argumentaron que esta actitud caleidoscópica y aleccionadora no hacía más que trasladar a nuestros días el carácter intemporal y la eficacia de los irreales pero verdaderos cuentos de hadas y odiseas con héroes nadadores en busca de santos griales, vellocinos de oro y, finalmente, el camino de regreso al hogar.

En cualquier caso, Crónica de los Wapshot -que había sido rechazada por Random House y “rescatada” por Harper and Row- llevó en su portada frases elogiosas de Saul Bellow, Robert Penn Warren y Malcolm Cowley y mereció el National Book Award en 1958 (imponiéndose a títulos como Pnin, de Vladimir Nabokov, The Town, de William Faulkner, The Assistant, de Bernard Malamud, y A Death in the Family, de James Agee); mientras que El escándalo de los Wapshot mereció una portada de la revista Time en marzo de 1964 (donde se definía a Cheever como el “Ovidio de los suburbios”) y la Howells Medal. Ambos libros vendieron bien.

Cuando años más tarde la editorial Time-Life reeditó Crónica de los Wapshot, Cheever añadió un prefacio donde definía el género de la novela como “uno de los pocos lugares -una de las contadas formas- donde podemos registrar la complejidad del ser humano y la decencia y la fuerza de sus deseos; el sitio donde escribir, paso a paso, minuto a minuto, nuestra nunca del todo ingrata lucha para conseguir ser parte de una relación viable y devota con nuestro tan amado como confundido mundo […] La literatura, así lo veo yo, acaba dándote más de lo que te quita; y yo he sentido eso escribiendo a los Wapshot”.

PEQUEÑA Y GRAN AGONÍA. Teniendo en cuenta que este texto funciona como posfacio, y partiendo de la base de que el lector ya ha leído, Crónica de los Wapshot y El escándalo de los Wapshot antes de alcanzar estas páginas, no abundaré en detalles sobre los acontecimientos que se narran en las dos novelas con los Wapshot como protagonistas. Tampoco sería sencillo: son libros difíciles de domar a la hora de arrancarle una sinopsis, y una simple enumeración de lo que en ellos ocurre no basta para revelar su profundo carácter y su auténtica maestría, siempre apoyados en una prosa elegante y, al mismo tiempo, decididamente freak.

Apuntaré, sí, que Crónica de los Wapshot (1957) puede ser definida como una “novela de amor” en la forma más amplia de ese sentimiento y que El escándalo de los Wapshot (1964) ofrece la otra cara de una “novela de desamor”. Así, la primera puede ser entendida como un paraíso -la nostalgia de una América idealizada como telón de fondo para una celebración de la vida acechada por las llamas del infierno -y la segunda- la América Tierra Baldía donde nada crece- como un infierno al que de tanto en tanto ilumina algún relámpago celestial.

Crónica de los Wapshot está surcada por las anotaciones del diario íntimo de Leander Wapshot funcionando como conciencia à la Rey Lear, condenando el presente y añorando el pasado. El escándalo de los Wapshot está surcada por la ausencia de Leander: el gran patriarca ya no está y con él ha desaparecido la mirada lírica y sensual de un soñador. Ahora, Leander es apenas un espectro de suicida vagando por los pasillos de una casa oscura y todo es puro pesimismo, no hay respiro, las parejas se separan, las mujeres enloquecen, los hombres alucinan, el amor se ha convertido en lujuria y la virtud en pecado, todos parecen siempre al borde de la asfixia y sólo la súbita aparición de luminosos secundarios (como el anciano senador, casi poseído por el espíritu evangélico de Leander rogando, en la interpelación al doctor Cameron por la preservación del planeta) arroja algo de esperanza en un paisaje que parece muy ocupado en un Apocalipsis en cámara lenta.

El escándalo de los Wapshot concluye donde empezaba Crónica de los Wapshot: pero ya no es el mismo sitio por más que lleve el mismo nombre. Ahora, Saint Botolphs es el perfecto palco desde donde oír los primeros compases de la sinfonía del fin de un mundo.

Cheever explicó el arco que trazan estas dos novelas sobre su propia vida en una entrevista con The Paris Review: “Cuando hube terminado mi primera novela, Crónica de los Wapshot, yo no podía sentirme más feliz… El escándalo de los Wapshot, en cambio, fue algo muy difícil. Nunca llegué a sentir simpatía por el libro y para cuando escribí la última página, yo no estaba pasando por mi mejor momento. Quise quemar el libro. Me despertaba por las noches oyendo la voz de Hemingway… Yo nunca había oído la voz de Hemingway pero no tenía duda alguna de que se trataba de la suya, diciéndome una y otra vez: “Ésta no es más que la pequeña agonía. La gran agonía llegará más adelante.”

George W. Hunt, especialista en Cheever, recuerda en su libro The Hobgoblin Company of Love (1983) que, en una conversación el autor le confesó que había llegado al edificio de la editorial Harper and Row con el manuscrito de El escándalo de los Wapshot y que, antes de subir, lo arrojó a un cesto en la calle. Caminó unos metros y regresó sobre sus pasos y lo recuperó y se metió en un cine para intentar recuperar la calma y vencer su angustia. Cheever vio la película con la novela apoyada en sus rodillas. Luego volvió a la editorial y, sin anunciarse, se coló en la oficina de su editor, dejó la novela sobre el escritorio y huyó a toda velocidad sin mirar atrás.

Su primer editor, Malcolm Cowley, alabó el libro pero, en una carta a Cheever, le señaló: “Te estás convirtiendo en un hombre cada vez más furioso y atormentado”.

Malcolm Cowley tenía razón.

LUZ Y SOMBRA. El John Cheever que recibe en su autoexilio italiano un ejemplar de su primera novela acompañado por cartas y críticas generosas es, todavía, un hombre feliz, bastante humilde, satisfecho con el curso de los acontecimientos, y así lo asienta en sus Diarios: “Me siento intoxicado o al menos molesto, sobre todo porque estoy a punto de cometer un pecado de soberbia; me resulta difícil ser humilde. Pero si el libro es bueno se debe a la pura suerte y de nada sirve suponer que es producto de mi esfuerzo y talento, de la pasión aplicada al trabajo, etc. Pero mareado por el éxito, salí a comprar tabaco y la hermosa chica del café, que es muy coqueta, me aplastó con su indiferencia y me devolvió a mi estado natural. Pero tal vez al ver el libro impreso pueda olvidarlo. Ha sido como el ojo de la cerradura, una visión muy restringida, y me gustaría desdeñarlo para pasar algo mejor. Es lo que sentí con mi cuento “Adiós, hermano mío”. Durante un año me pareció una expresión exacta de mis sentimientos y un día, cuando lo releí, pude desdeñarlo y a otra cosa”. Y días después agrega: “Mary me dice que si el libro tiene éxito perderé la cabeza, lo que me hace pensar en la naturaleza del éxito. Uno no quiere fracasar, ser flor de un día, pero me aterran las posibilidades del éxito. Aparentemente, anhelo el anonimato. Pero es verdad que cuando no puedo dormir -cuando me siento triste y solo- imagino cuartas y quintas ediciones y la aparición de mi nombre en las listas de bestsellers, del mismo modo que, cuando estoy triste, me consuelo imaginando buenas noticias […]Sueño con la Casa Blanca. Es después de cenar en un dormitorio que he visto en portales. Ike y Mamie están solos. Mamie lee el Washington Star. Ike lee Crónica de los Wapshot.”

Siete años después, las anotaciones en sus Diarios son pesimistas y muestran a un hombre disgustado con su entorno, con su oficio y consigo mismo: “Estoy a la búsqueda de un mundo más sencillo y al que rara vez encuentro… y en mi corazón sólo laten las profundas confusiones de mi país y de mi época […] Levanto las pesas y me miro en el espejo, me pregunto cuándo aparecerán los músculos. Leo a Nabokov […] Viernes Santo. No observo el ayuno ni ningún otro rito de ese día triste. Voy del correo a la iglesia; no estoy sobrio […] Tomo una copa y voy con los dos perros a la estación a esperar a Philip Roth. Es inconfundible y de lejos lanzo un aullido jubiloso. Joven, acomodaticio, brillante, inteligente, tiene el aire juvenil de quien contempla casi todas las cosas como si generaran un calor insoportable […] Sueño que estoy paseando con John Updike […] Updike juega con una pelota de tenis que es mi vida y mi muerte. Cuando la deja caer no puedo moverme hasta que vuelve a cogerla, pero a la vez tengo la dolorosa sensación de que va a matarme con la pelota. Parece un asesino frío […] Esta reseña de El escándalo… no me parece tanto un juicio serio para ponerlo en el lugar que corresponde, como un alarde de generosidad y entusiasmo destinado a asegurarle el éxito financiero y permitirnos vivir en paz durante año y pico […] De modo que uno parece adaptarse a la oscuridad.”

Publicada El escándalo de los Wapshot -en cuyas últimas páginas el autor se refiere a Saint Botolphs como un sitio al que nunca regresará y, de hacerlo, ya no habrá nada allí salvo lápidas que registren lo sucedido-, Cheever se adapta a la oscuridad: alcoholismo, desprecio por su mujer y su familia, odio a su obra y a los que la compran y lo obligan a seguir escribiendo sobre el Homo Suburbanis, envidia desaforada ante la buena suerte de ciertos colegas a los que considera -con razón- tan inferiores a él, culpa por su bisexualidad rampante, adicciones varias, o internamientos en clínicas de desintoxicación, arranques de furia casi asesina y la sombra de un eclipse (o cafard, como gustaba diagnosticarlo Cheever) que no lo dejaría en paz hasta su casi milagroso renacimiento y éxito masivo a finales de los años setenta y el posterior redescubrimiento por nuevas generaciones de escritores que hoy incluyen a nombres como Michael Chabon, Melissa Bank, Rick Moody, Jeffrey Eugenides, David Gares, Lorrie Moore, Matthew Klam, Denis Jonson, Davil Gilbert, Charles Baxter, Ann Beattie, Lee K. Abbott, Donald Artrim y tantos otros.

Antes de eso -mediados de los sesenta-, La Gran Agonía ha llegado, lo cubre todo y aparecerá claramente sentida y explorada en un breve retorno a un degradado y corrupto Saint Botolphs -en el relato “Las joyas de los Cabot”, (3) donde se mencionan, de pasada, a los “Cheever”- y, sobre todo, en su siguiente y agónica novela de 1969: la sombría y psicótica Bullet Park que sería recibida por una crítica desconcertada por este viraje hacia lo infernal de un escritor hasta entonces, como mucho, agridulce. Una crítica que de golpe le reprochaba el haber dejado atrás las plácidas colinas de ese edénico pueblito para mudarse a las urbanizaciones del Sueño Americano devenido en Pesadilla Cósmica. Cheever -cuyos relatos cada vez más oscuros empezaban a ser rechazados por The New Yorker como poco apropiados para sus lectores y aparecían ahora en revistas más risqué como Esquire y Playboy- suspiró entre resignado y divertido: “Dicen que he perdido mi oportunidad de convertirme en uno de los grandes por haber renunciado a Saint Botolphs. Si me hubiera quedado en mi territorio como Faulkner, parece que ahora sería tan grande como él. Pero cometí el error de marcharme de ese lugar que, por si no lo saben, nunca existió. Es raro que te aconsejen volver a un sitio que nunca ha sido otra cosa que la más absoluta de las ficciones”.

Mientras tanto y hasta entonces, Crónica de los Wapshot y El escándalo de los Wapshot ofrecieron -y ofrecen- un interesante y acaso más intuitivo que meditado experimento. Ambas conforman un díptico, comparten personajes y paisajes; pero no se puede hablar de una pareja rigurosa, de una primera y segunda parte. Tampoco se las puede considerar dos novelas independientes. La sensación que producen son la de ofrecernos dos cartas de una moneda, anverso y reverso, celebración y elegía, amanecer y crepúsculo, y -casi como eco de ciertos preceptos científicos y fantásticos que asoman sus cabezas aquí y allá- dos dimensiones donde las cosas ocurren de un modo ligero pero decisivamente distinto.

En Crónica de los Wapshot, Leander advierte a sus hijos que “El hombre no es un ser sencillo. La espectral compañía del amor siempre con nosotros.” En El escándalo de los Wapshot, el doctor Cameron diagnostica que “el hombre y la mujer son entidades químicas fácilmente analizables, fácilmente alterables por el incremento artificial o la eliminación de estructuras de cromosomas; mucho más predecibles, mucho más maleables que la vida de algunas plantas y, en muchos casos, mucho menos interesantes.”

A lo largo y ancho de estas dos categóricas afirmaciones aparentemente irreconciliables pero complementarias -cruzando una y otra vez la fina línea que separa a la sagrada familia de la familia maldita, a Estados Unidos de la cálida posguerra de Estados Unidos de la Guerra Fría, al pasado perfecto del más imperfecto de los futuros- discurren las vidas de los Wapshot y la de aquel genial escritor que, habiéndolos creado a su imagen y semejanza, no se demoró en expulsarlos de su paraíso para invitarlos a conocer nuestro mundo. Este mundo tan tristemente divertido donde hombres y mujeres, ángeles y demonios hacen todo lo que se propusieron hacer e, incluso, mucho que ni siquiera imaginaron que harían.

Barcelona, diciembre de 2002.

(1) Por obvias razones de espacio y para no repetir aquí lo ya escrito, remito al lector interesado a mi prólogo –“John Cheever: Apuntes para la teoría del expulsado”- en la antología de relatos La geometría del amor (Emecé, Barcelona, 2002)

(2) Incluido en la antología de relatos de John Cheever La geometría del amor (Emecé, Barcelona, 2002)

© Rodrigo Fresán

“John Cheever: Apuntes para una teoría del paraíso perdido”

John Cheever La familia Wapshot

Emecé Editores, Barcelona, 2003

[reproducido con el permiso del autor]

Una frase. “El hombre y la mujer –explicó el doctor- son entidades químicas fácilmente analizables, fácilmente alterables por el incremento artificial o la eliminación de estructuras de cromosomas; mucho más predecibles, mucho más maleables que la vida de algunas plantas y, en algunos caso, mucho menos interesantes” (John Cheever, El escándalo Wapshot).

Otra frase. “El hombre no es un ser sencillo. La espectral compañía del amor siempre con nosotros” (John Cheever, Crónica de los Wapshot).
John Cheever como entidad química fácilmente analizable. Cheever, John (1912-1982). Escritor norteamericano de cuentos y novelas nacido en Quincy, Massachussets. Buena parte de su ficción gira alrededor, humorística y compasivamente, de la empobrecida vida –tanto en lo emocional como lo espiritual- de comunidades privilegiadas. Su primera novela, Crónica de los Wapshot (1957), ganó el National Book Award. En 1956 recibió la Howells Medal para Ficción de la National Academy of Art and Letters. Cuentos y relatos (1978) ganó el premio Pulitzer y el galardón otorgado por National Book Critics Circle Award.
John Cheever no es un ser sencillo. ¿Chejov norteamericano? ¿Virgilio de los suburbios? ¿Maestro indiscutido de la forma? ¿Escritor de cuentos para revistas tardíamente considerado? ¿Dueño del lirismo social de Francis Scott Fitzgerald, de la dureza desencantada de Ernest Hemingway, del misticismo religioso de Jerome David Salinger y de una prosa inspirada cuya belleza supera la de los tres escritores antes mencionados juntos? ¿Antecedente directo de jóvenes talentos actuales como Jeffrey Eugenides, David Gilbert, Rick Moody, David Gates, Charles Baxter, Ann Beattie, Denis Jonson, Lorrie Moore, David Foster Wallace, Matthew Klam, Michael Chabon, Donald Antrim, Melissa Bank y Lee K. Abbott? ¿Mala persona y excelente escritor? ¿Sufrida víctima y mentiroso patológico a través de sus ficciones? ¿Homosexual secreto, sátiro rampante, alcohólico perdido u hombre que amaba demasiado y que no se sentía suficiente amado? ¿Celebrador de su paisaje o crítico despiadado? ¿Apólogo de lo doméstico o profeta apocalíptico de la vida familiar? ¿Santo o demonio expulsado del paraíso de la intelligentsia? Está claro que Cheever no fue un ser sencillo y, mucho menos, un escritor fácilmente analizable. Lo que dijo amar en público lo detestó en secreto y esta introducción –por razones de espacio, porque no es tan importante después de todo- no abundará en contradicciones psicológicas sino en precisiones literarias. Quienes deseen explorar el lado oscuro de Cheever más allá de oscuridades en su obra tienen a su disposición –ver bibliografía al final de este prólogo- una biografía, dos libros de memorias de su hija, una novela autobiográfica de su hijo (donde John Cheever se llama Icarus Prentice), dos recopilaciones de cartas y ese agujero negro de rara hermosura que son sus Diarios.
Una cosa, sí, está clara: hay una leyenda Cheever y, a diferencia de lo que ocurre con buena parte de las leyendas, es una leyenda cierta, fácil de comprobar. Otra cosa es segura: John Cheever fue expulsado y gran parte de su obra trata de la imposibilidad de volver a un paraíso que jamás se conoció pero que se intuye como posible o, por lo menos, digno de ser imaginado y puesto por escrito una y otra vez, hasta el fin de todas las cosas de este mundo.
Cuando el relato “Expelled” (“Expulsado”) apareció por primera vez en las páginas de la prestigiosa revista The New Republic editada por Malcolm Cowley, lo hizo precedido de la siguiente nota:

“A menudo los maestros escriben cosas brillantes acerca de sus alumnos, pero es muy rara la ocasión en que los alumnos de un colegio secundario devuelven el cumplido, John Cheever es una excepción. La primavera pasada fue expulsado de una academia en Massachussets a finales de su año preparatorio. En las páginas que siguen, escritas a la edad de diecisiete años, él reproduce la atmósfera de una institución donde los conocimientos son servidos secos y en pequeñas bandejas como si se tratara de pastas”.

En su ensayo sobre Cheever para el Dictionary of Literary Biography, Robert A. Morace escribe: “Aunque Cheever se ha referido sucintamente a “Expelled” como “las reminiscencias de una cabeza dura”, su relato no suena quejoso ni amateur y, en más de un sentido, anticipa el estilo que desde entonces se ha convertido en la marca registrada de Cheever”. Como bien precisa Morace, “Expelled” ya goza de una típica estructura episódica y cheeveriana, de una feliz propensión a lo epifánico, de la consideración de la Naturaleza como fuerza redentora de la falibilidad humana, del clásico conflicto entre lo que está bien visto y no desde la óptica de un confundido rebelde con causa, un ángel arrojado desde las alturas de su paraíso por todas las razones incorrectas o no. El joven Charles de “Expelled” es el antepasado directo de futuros expulsados como el marido rural, el nadador, el ladrón de Shady Hill. El joven Charles de “Expelled” es todos ellos cuando eran niños.
La verdad detrás de la ficción pero también la verdad que apuntala el mito es la que sigue: la maestra del pequeño John Cheever solía prometer a sus alumnos que, si se portaban bien, al final de la clase Johnny pasaría al frente y les contaría una historia. Los compañeros de Johnny se portaban bien porque valía la pena oír a Johnny inventar relatos de corsarios, huérfanos y damiselas en apuros. Sin embargo, su pericia a la hora de imaginar triunfos heroicos no le alcanzó para escapar a su destino. A los diecisiete años de edad John Cheever fue expulsado de la Thayer Academy of Massachussets. El hecho dio lugar al fin de su carrera académica y al principio de una vida de escritor a tiempo completo que –con un relato publicado a tan temprana edad en las páginas de The New Republic del 1º de octubre de 1930- empezó a lo grande y con todas las letras. Sin embargo, pasarían ocho años hasta que Cheever viera publicado su segundo relato y trece hasta la edición de The Way Some People Are: A Book of Short Stories, su primer libro de relatos. “Expelled” no volvió a aparecer en ningún sitio –libro o antología- hasta su redescubrimiento a modo de obituario en, sí, las páginas de The New Republic en su edición del 19/26 de julio de 1982 para ser incluido posteriormente en First Fictions: An Anthology of the First Published Stories by Famous Writers.


En su biografía de Cheever, Scott Donaldson aporta más datos sobre la composición de este relato con justicia legendario y que parece anticipar el tono y la forma de los primeros capítulos de The Catcher in the Rye (“El guardián entre el centeno”) de Salinger: “Una larga historia de incidentes condujo a la expulsión de John Cheever […]. Su impuntualidad, su pereza, su constante falta de aseo y su poca propensión a la disciplina –sumadas a calificaciones que iban de lo mediocre a lo terrible- lo convirtieron en un candidato perfecto para la expulsión […]. La camada de gente brillante que ha fracasado en la secundaria es numerosa –Churchill y Scott Fitzgerald son los primeros en los que uno piensa-, pero Cheever probablemente sea el único que utilizó su expulsión del colegio como vehículo creativo para arrancar su vida profesional como escritor. Cheever se sentó, escribió una historia sobre todo el episodio, se la envió a Malcolm Cowley éste la publicó en lo que, seguramente, fue una de las adquisiciones más inusuales de la revista. Un joven de Quincy es expulsado de su colegio y se justifica atacando la estupidez de todo el sistema educativo y de su institución en particular. En el 99% de los casos, semejante ejercicio en autoindulgencia hubiera sido rechazado de entrada. Pero el cuento que contaba Cheever era otra cosa, algo diferente, y estaba inusualmente bien escrito y narrado para alguien de su edad”.
Con el correr de los años, Cheever llegó a decir que de no haber sido expulsado de la Thayer Academy –y sentido la impostergable necesidad de escribir lo ocurrido (distorsionando bastante la realidad, no está de más aclararlo)- seguramente hubiera seguido y terminado sus días como “dependiente en una estación de servicio o algo por el estilo”. En posteriores versiones, a la hora de hacer memoria selectiva, Cheever fue alterando los motivos de su expulsión. Así, sus malas calificaciones pasaron a ser su afición al cigarrillo para, tiempo después, llegar a insinuar que había seducido y protagonizado un affaire homosexual con el hijo de uno de los profesores. Nada hace pensar –nada registran los archivos de la Thayer Academy- que algo de esto, cigarrillo o seducción, tenga algún asidero real.
Malcolm Cowley, en cambio, recordó con precisión de buen editor que “nunca había conocido a un joven de su edad que hablara tan honestamente sobre sí mismo y, además, en buen inglés. Y lo cierto es que nunca volví a conocer a otro”. Cowley invitó a Cheever –quien había viajado a Nueva York con motivo de la publicación de su primer cuento- a una fiesta en su casa. Peggy, la mujer de Cowley, lo recibió, y le dijo: “Tú debes de ser John Cheever […]. Todos quieren conocerte”, y le ofreció dos tragos, “uno era de color verdoso y el otro era marrón […] Manhattan y Pernod”. Cheever, para dar la impresión de joven sofisticado y de hombre de mundo, aceptó el Manhattan. Y después aceptó varios más. El novel escritor no demoró en comprender que iba a descomponerse –precisó Cowley- pero “prevalecieron los buenos modales. Cheever se despidió de la señora Cowley, agradeció la invitación, salió corriendo escaleras abajo y vomitó sobre el empapelado en las paredes de la entrada”.
Había nacido un escritor y la náusea existencial con que concluye “Expelled” –ya un clásico final Cheever- merece ser citada aquí:

“Nuestro país es el mejor país del mundo. Nadamos en prosperidad y nuestro presidente es el mejor presidente del mundo. Tenemos manzanas más grandes y mejor algodón y máquinas más veloces y hermosas. Todo esto nos convierte en el país más importante del mundo. El desempleo es un mito. La insatisfacción es una fábula. En el colegio, Estados Unidos es siempre hermoso. Es siempre la gema del océano y está muy mal que así sea. Está mal porque la gente se lo cree. Porque se vuelven indiferentes. Porque se casan y se reproducen y votan y no saben nada. Porque el periódico está siempre de buen humor y pasa el tiempo mirando al cielo raso para no ver la suciedad del suelo. Porque todo lo que ellos saben y conocen es lo que les dice el periódico siempre de buen humor.
“Pero no diré más. No estoy en situación de hablar.
“Y ahora es agosto. Los campos de orquídeas apestan de maduros. El arroyo color té corre entre las piedras. Hay algo de musgo en ellas y no sopla el viento detrás de los sauces. Todos se preparan para regresar al colegio. Yo no tengo colegio adonde regresar.
“No estoy triste. No estoy para nada contento.
“Es extraño ser tan joven y no tener un sitio donde ocuparse a las nueve de la mañana. Eso es lo que la educación ha sido siempre. Cortesías de encaje y perfumadas puntualidades.
“Pero ahora ya no es nada. Es algo simétrico con mi vida. Estoy perdido en ella. Por eso no me encuentro en situación de hablar.
“Están lavando las ventanas del colegio. Los suelos están duros de cera fresca.
“pronto será la temporada de las nieves y de las sinfonías. Será la época de Brahms y de los vientos fuertes y secos”.

Había nacido un expulsado.

El mundo según Cheever. Existe, claro, un Cheever Country, un territorio inequívocamente cheeveriano. En ese paisaje que se extiende desde Nueva Inglaterra (cuna y sepulcro de la familia Wapshot de sus dos primeras novelas), pasa por la Manhattan de los años treinta y cuarenta y, a partir de los cincuenta, deja la Gran Ciudad para instalarse en suburbios residenciales que pueden llamarse Shady Hill, Bullet Park o Proxmire Manor, con la escapadade rigueur a Europa; Italia en especial. El mundo según Cheever –el mundo que se alza al otro lado de las puertas para siempre cerradas del Paraíso- es el mundo de hombres y mujeres urbanos y suburbanos. Un mundo donde puede vislumbrarse– a través del lente ambarino de un vaso con whisky hasta el filo de sus bordes– ¡el horror! ¡El horror! conradiano instalado bajo la superficie aparentemente tranquila de una piscina bajo la luz de la luna. Personajes siempre en fuga -ladrones, voyeurs, alcohólicos, adictos, habitantes de la noche como una inmensa habitación vacía- pero que de algún modo se las arreglan para mantener cierta extraña pureza y una rara forma de santidad. Cheever podía ver en la aparente banalidad de sus personajes, en su follaje absurdo e impertinente, las raíces secretas pero tangibles de antiguos mitos y de arquetipos inmemoriales («La forma más sencilla de comprender nuestro tiempo es a través de las antiguas mitologías», aseguró); de ahí que, a menudo, la desmesurada crónica de una pequeña infamia culmine con el estruendo de gloria épica: «[ …] después oscurece; en una noche así, los reyes de áureas vestiduras atraviesan las montañas cabalgando sus elefantes».

Y nosotros cabalgamos con ellos. Y somos personas un poco mejores -o un poco más afortunadas-de lo que éramos hasta entonces.

La escena del crimen. La escena del crimen de Cheever –el escenario donde ubicar una y otra vez la representación del pecado original de sus criaturas- fue siempre, salvo contadas excepciones y cortocircuitos, el semanario The New Yorker. En el prefacio a sus Cuentos y relatos, Cheever no deja de reconocer a la revista como su virtual alma mater (“Muchos de estos cuentos aparecieron por primera vez en The New Yorker, donde Harold Ross, Gus Lombrano y William Maxwell me obsequiaron el inestimable regalo de un alto, inteligente y atento número de lectores y suficiente dinero para alimentar a la familia y comprar un traje nuevo cada dos años”); y –en una entrevista de 1976- fue todavía más enfático: “Me hace muy feliz hablar acerca de The New Yorker. La revista me compró un cuento por primera vez cuando yo tenía veintiún años. Lo que fue muy excitante por más que yo ya hubiera publicado en otros lugares como Hound and HornThe Yale Review. Ross era el editor, un genuino excéntrico y un hombre extraordinariamente brillante. A él le gustaban esos cuentitos cortos y divertidos (solía llamarlos “casuales”) pero también le atraían (otra de sus maravillosas excentricidades) historias más serias, a veces bastante duras y sórdidas, si no morbosas. A menudo solía odiarlas. “Maldito seas –gritaba rascándose, porque él era un gran rascador-. Maldito seas, Cheever, ¿se puede saber por qué escribes cuentos tan deprimentes?” Y entonces agregaba: “Pero tengo que comprarlos… Y lo peor de todo es que no puedo comprender por qué”. Y los compraba, bendito sea. Y pagaba tanto o más que cualquiera de las otras publicaciones, y a lo largo de un período de veinte años consiguió reunir a un impresionante elenco de escritores. The New Yorker publicó por primera vez a Vladimir Nabokov en Estados Unidos; publicó, por supuesto, a Jerry Salinger, a Irwin Shaw, a Jean Stafford, a lo mejor de Mary McCarthy, a John Updike, a Philip Roth, algo de Saul (no mucho)… Mi memoria me falla pero hay como veintiuna grandes firmas dando vueltas por ahí que publicaron en The New Yorker, porque uno no escribía PARA sino que publicaba EN The New Yorker. Y me parece a mí que talentos tan diversos lo único que tenían en común era la excelencia. Lo que no es poco, claro. Y no se ocupaban de los problemas del granjero o de los sufrimientos del recolector de naranjas, de acuerdo. Así que a menudo se nos acusó de clasistas. Pero, de golpe, Irvin Shaw escribía sobre una operación de apéndice a bordo de un submarino en la bahía de Tokio y, en el número siguiente, Nabokov ofrecería una larga memoir de un viaje en tren de lujo desde Berlín a Moscú. Y esta muy feliz relación se enriquecía todavía más por el hecho de que en esos años –me refiero a que uno escribía un cuento, lo enviaba a The New Yorker, y de seguro iba a ser aceptado siempre y cuando no contuviera algún episodio sexual explícito- alcanzaba con meter el original dentro de un sobre un jueves o un viernes y el martes siguiente iba a estar en galeras y para el jueves ya estaría en las manos de aquellos que uno quería que lo leyeran. Y, como mucho, tres días más tarde, uno empezaba a recibir cartas de lectores. Y no el tipo de cartas que empiezan con un “Es la primera vez que le escribo a un escritor” o, ya saben, “Lamento hacerle perder su tiempo”… No, éstas eran cartas de hombres y mujeres que disfrutaban de lo que este puñado de escritores producía para ellos. Una relación maravillosa e instantánea. Y Ross pagaba muy pero que muy bien… Y lo cierto es que muchos de estos cuentos los escribí en calzoncillos”.

Contar el cuento. A menudo al Cheever novelista se le reprocha -o se le reprochaba- la estructura invertebrada de sus novelas. Se las considera torpes e imperfectas sucesiones de relatos breves en busca de una dirección y un sentido. No es cierto, claro. Pero sí es cierto que Cheever será recordado más por sus ficciones breves y también es cierto que los mismos detractores de su forma no dudaron en celebrar la publicación de The Stories of John Cheever señalando que, probablemente, se tratara de una de las encarnaciones más próximas al fantasma siempre inasible de la gran novela americana. A Cheever, en público, el asunto nunca le preocupó demasiado, y en privado -en sus Diarios– el asunto le preocupaba demasiado. Hoy, la idea atómica de la novela propuesta por Cheever no sólo es celebrada en sus ficciones sino imitada in aeternum en ficciones ajenas. A modo de curiosidad reveladora, basta inspeccionar el programa propuesto por Cheever para sus alumnos en su breve y accidentado paso por lowa University. Lo primero que Cheever pedía era la escritura de un diario que abarcase por lo menos una semana y en el que aparecieran registradas todas las experiencias. Sentimientos, sueños, orgasmos, ajustadas descripciones de la ropa holgada que estaba de moda y de los colores de las botellas vacías o a vaciar. El segundo paso consistía en la escritura de un cuento en el que siete personas o paisajes que aparentemente no tuvieran nada que ver aparecieran inevitable y profundamente relacionados entre sí. El tercer paso -y ésta era su asignatura favorita- era el de redactar una carta de amor como si se la estuviera escribiendo desde un edificio en llamas. «Un ejercicio que nunca falla», aseguraba.
«Un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela. El cuento corto tiene en la vida, me parece a mí, una gran función. Es, también, en un sentido muy especial, un eficaz bálsamo para el dolor: en un telesilla que te lleva a la pista de esquí y que se queda atascado a mitad de camino, en un bote que se hunde, frente a un doctor que mira fijo tus radiografías… Pasamos el tiempo esperando una contraorden para nuestra muerte y cuando no tienes tiempo suficiente para una novela, bueno, ahí está el cuento corto. Estoy muy seguro de que, en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela», dijo y -en «Why I Write Short Stories», ensayo especialmente escrito para la revista Newsweek con motivo de la publicación y éxito de Cuentos y relatos– precisa: «¿Quién lee cuentos?, uno se pregunta, y me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en salas de espera; que los leen en viajes aéreos transcontinentales en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados quienes parecen sentir que la ficción narrativa bien puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del confuso mundo que nos rodea. La novela, en toda su grandeza, exige, al menos, algún conocimiento de las unidades clásicas, que preservan ese lazo misterioso entre la estética y la moral; pero que esta antigüedad inexorable excluyera la novedad en nuestras formas de vida sería lamentable. Algunos conocemos esta novedad a través de La guerra de las galaxias, otros a través de la melancolía que sigue al error cometido por un jugador que no batea en las últimas entradas de un partido de béisbol. En la búsqueda de esta novedad, la pintura contemporánea parece haber perdido el lenguaje del paisaje y-mucho más importante- del desnudo. La música moderna se ha separado de aquellos ritmos profundamente enraizados en nuestra memoria, pero la literatura aún posee la narrativa -el cuento- y uno defendería esto con la propia vida. En los cuentos de mis estimados colegas -y en algunos míos- encuentro esas casas de verano alquiladas, esos amores de una noche, y esos lazos extraviados que desconciertan la estética tradicional. No somos nómadas, pero -sin embargo- subsiste más que una insinuación en el espíritu de nuestro gran país, y el cuento es la literatura del nómada».
Y el cuento es la literatura del expulsado.

Fotos de John Cheever. Foto de Cheever a los diecisiete años a punto de ser expulsado de la Thayer Academy y riendo. Foto de Cheever con sus perros, sus hijos y su mujer. Foto de Cheever en góndola: “Después de cavilar durante tantos meses sobre la magnitud y la realidad de mi amor por Italia, después de haber imaginado esta escena tantas veces, contemplo desde la cubierta de popa los acantilados que se alzan sobre la costa; todo se aleja y desaparece de forma tan insignificante y rápida como un castillo de naipes”. Foto de Cheever por Richard Avedon, el escritor luce una de sus corbatas favoritas, mejor conocida como Essie n.1. Foto de Cheever en una estación de tren, las manos en los bolsillos, la falsa comodidad de quien camina por un territorio propio. Foto de Cheever descalzo en el oscuro departamento de sus días más oscuros. Bay State Road, 1974 y, a sus espaldas, una biblioteca casi vacía. Foto de Cheever patinando sobre el hielo del Rockefeller Center un segundo antes de caerse. Foto de Cheever en las afueras de la cárcel de Sing Sing donde dicta un taller literario para presos: “Yo sé lo que es estar dentro de un chaleco de fuerza”, dice. Foto de Cheever trabajando: un vaso lleno, dos paquetes de cigarrillos, la mirada de quien ha sido sorprendido in fragante delicto, la habitación en llamas. Foto de Cheever de lejos caminado solo con la medalla otorgada por la MacDowell Colony; cerca hay un bosque, va a entrar, va a perderse o no.

Últimas palabras. Antes de morir, Cheever fue considerado (alguien llegó a afirmar que era “el primer realista mágico de las letras norteamericanas”) y definitivamente consagrado como un maestro, en sus palabras, “por todas las razones equivocadas justo antes de que un cáncer fulminante lo alcanzara antes que un hipotético Nobel para ya no soltarlo. Por esos días publicó sus despedida y coda, Parecía un paraíso, donde puede leerse, cerca del final, que “la sensación de aquel momento era la de un exquisito privilegio, el enorme beneficio de vivir aquí mientras el amor nos renueva”. En una de sus últimas entrevistas, el expulsado confesó sin vacilación ni culpa que “mi único objetivo fue el de contar historias que consiguieran integrar mi historia con la historia del mundo”. La última entrada de sus Diarios –lo último que Cheever escribió en su vida- tiene un tono más prosaico pero resulta igualmente conmovedor.

“He tenido que subirme a una cama del segundo piso para llegar hasta la máquina de escribir. Toda una hazaña. No sé qué se ha hecho de la disciplina o fuerza de carácter que me ha permitido llegar aquí durante tantos años. Pienso en un crepúsculo temprano, anteayer. Mi mujer planta algo en el jardín superior. “Quiero terminar esto antes de que anochezca”, habrá dicho. Cae una llovizna. Recuerdo que he plantado algo a esta hora y en este clima pero no sé qué. Ruibarbo o tomates. Ahora me estoy desvistiendo para acostarme, y la fatiga es tan abrumadora que me desnudo con el apuro propio de un amante. Jamás me había sentido tan cansado. Lo noto durante la cena. Tenemos un invitado a quien debo llevar a la estación, y empiezo a contar las cucharadas que necesitará para terminar el postre. Tiene que terminarse el café, pero afortunadamente ha pedido sólo una taza. Antes de que lo termine, le obligo a ponerse en pie para ir a la estación. Sé que para mí son veintiocho pasos. De la mesa al automóvil y, después de dejarlo en el andén, otros veintiocho pasos del automóvil a mi habitación, donde me quito la ropa, la dejo en el suelo, apago la luz y me dejo caer en la cama”.

A la hora de las despedidas –de la elegía justa y sentida, del adiós al hombre, y de la renovada bienvenida a todo aquello que el hombre había hecho- se escribió, se dijo, se apuntaron verdades. Peter S. Prescott, crítico de Newsweek: “Los escritores pueden recordar a Cheever por otros elementos en su obra. Uno es su maestría en la forma narrativa. Confiando poco en el fatigoso diálogo tan común a buena parte de la ficción contemporánea, Cheever se concentraba en sutiles variaciones de la voz del narrador. Alterando su distancia respecto de sus personajes mudos y desesperados, los dotaba de una rara elocuencia. Sus pasiones y frustraciones surgen como si no fuera habitual que estén ocultas. Otro es su prosa: no igualada en sutileza y precisión por la de ninguno de sus contemporáneos, es simplemente hermosa de leer, de escuchar con el oído interior, y mejoró con cada libro. Cheever nos conmueve porque les ofreció a sus personajes la posibilidad de redención a través de la sensación de estar vivos. Su muerte empobrece las posibilidades inmediatas de nuestra literatura, pero entonces, como observó uno de sus personajes, “Dios sabe que los muertos no son una minoría […]. ¿Cómo es posible que la gente que no quiere comprender la muerte alcance a comprender el amor, y quién será capaz de hacer sonar la alarma?”.
John Updike, discípulo:

“Recuerdo que, a mediados de los setenta, cuando John y yo llevábamos vidas solitarias en Boston, solía visitar su departamento y ver en su máquina de escribir, en una habitación que mostraba muy pocas señales de ser habitada por alguien, una página que contenía unas pocas oraciones donde se describía la entrada a la prisión de Falconer. Mis visitas tenían lugar una vez al mes y, a lo largo del año, el texto en la página de la máquina de escribir jamás avanzaba. Un abril, si mal no recuerdo, con su salud y creatividad en severo peligro, abandonó ese departamento y su puesto como profesor en la Boston University y regresó a Nueva York para dejar el alcohol. El tiempo continuó pasando, John mantuvo sus promesas, recuperó mucha de su salud, y apareció la novela Falconer, celebrada como un suceso de ventas y de crítica. Yo la compré y allí, en la primera página, me encontré con las mismas oraciones que había leído en la máquina de escribir en el departamento de Bay State Road. No había cambiado una palabra, tan sólo se limitó a llevar su novela al más perfecto de los finales. Me siento afortunado de haber conocido a John. Todos los que le conocimos fuimos afortunados. Había algo en él intensamente gracioso –lleno de gracia- que hacía que la vida pareciera un tesoro. Así fue. Así es. Así será”.

Saul Bellow, colega:

“Su intención no fue sólo hallar evidencia de una vida moral en el caos de una sociedad sino también brindarnos la poesía de ese asombroso, estupendo y ensoñador mundo en que vivimos. Hay muy poca gente por aquí que se proponga semejante tarea, que ponga sus almas a trabajar con tal esfuerzo. Pero hay otras, demasiadas definiciones. Para mí nada tiene mayor sentido, nada es más interesante que un hombre que compromete su alma en una empresa de tal magnitud. A medida que envejezco me descubro a mí mismo cada vez más atraído hacia aquellos que viven el tipo de vida que John vivió. Aquellos que eligen esa misión, que se involucran en esa lucha, acaban haciendo nuestras vidas mucho más interesantes. Somos deudores del tipo de vida que John vivió. Somos sus deudores y le debemos, incluso, la calidad del dolor que sentimos ante su muerte”.

El final de Falconer –la magistral novela de presidio a la que alude Updike- culmina con un hombre huyendo de la cárcel pero también de sus terrores, libre al fin, feliz de que las cosas terminen y que terminen bien. “Regocíjate, pensó, Regocíjate”, leemos con una sonrisa en la última línea de ese libro.
John Cheever era un escritor que se regocijaba escribiendo y que regocijaba a todos aquellos que lo leían y lo siguen leyendo. Su condición inapelable de clásico moderno no empaña ni solemniza este placer de una buena historia contada de la mejor manera posible por un gran contador de historias. Alguien que siempre está volviendo al sitio del que lo expulsaron pero no le interesa entrar de vuelta en él porque se conforma y le basta con narrar todo lo que hizo ahí afuera. Todo. Nadie mejor que él lo explicó en una entrevista a The Paris Review:

“La ficción es experimentación; cuando deja de ser eso sencillamente deja de ser ficción. Uno nunca escribe una oración sin sentir que jamás ha sido escrita de esa manera y que, tal vez, hasta la sustancia de esa oración jamás ha sido percibida así. Cada línea es una innovación. Cuando estoy escribiendo un cuento que me gusta es realmente como si… es…, bueno, es algo maravilloso. Esto es lo que puedo hacer y amo hacerlo. Puedo darme cuenta de que es algo bueno. Le digo a Mary y a los niños, “De acuerdo, me voy de viaje, dejadme solo, vuelvo en dos o tres días”. Y, no, jamás me he sentido como un Dios a la hora de escribir. No, la sensación es de total y completa utilidad. Todos nosotros tenemos un poder que controlamos, es parte de nuestras vidas: lo tenemos en el amor y en el trabajo que amamos hacer. Es una sensación de éxtasis, tan simple como eso. La sensación de que “ésta es mi utilidad y puedo llevarla a cabo hasta el final”. Algo que siempre te deja sintiéndote muy bien. En resumen: tu vida tiene un sentido después de todo… No conozco quiénes son mis lectores pero son gente maravillosa y parecen vivir vidas independientes y apartadas de los prejuicios de la publicidad, el periodismo y el irritante mundo académico. La habitación donde yo trabajo tiene una ventana que da a un bosque, y a mí me gusta imaginarme que todos ellos –estos entusiastas, adorables y misteriosos lectores- están allí, escondidos detrás de los árboles, mientras yo escribo un cuento más, un cuento menos”.

Bienvenidos al bosque.

© Rodrigo Fresán
“John Cheever: Apuntes para una teoría del expulsado”

John Cheever La geometría del amor Emecé Editores, Barcelona, 2002

Barcelona, enero de 2002

[reproducido con el permiso del autor]

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Esto parece el paraíso, de John Cheever

por Rafael Lemus

Letras Libres

mayo, 2006

Que la vida es humo. Que la novela ha muerto. Que la narrativa es pesimista o no es literatura. Lo sabemos todo y, sin embargo, nada es del todo cierto. Hay excepciones. Momentos de plenitud entre los muslos de una criada. Alguna novela convencional y, no obstante, válida. Cierta narrativa capaz de registrar, simultáneamente, la luz y la penumbra. Éste es el caso deEsto parece el paraíso (1982), la última novela de John Cheever. Una novela luminosa y, aparte de eso, un sereno testamento. Hundido en la vejez, cerca de la muerte, Cheever corta caja y esto entiende: el tiempo no ha intensificado su amargura sino, cosa rara, su esperanza. Una esperanza apenas encendida, ajena a toda cursilería. Son célebres sus ácidos relatos sobre los suburbios estadounidenses pero es hora, se convence, de escribir una coda. Una novela apacible. Una obra sobre “un hombre viejo al que le gusta patinar en el hielo”. Una historia, como señalará su primera frase, “para leer(se) en cama, en una casa antigua, una noche de lluvia”. Ésas, sus intenciones. Ambiciones de anciano, acaso. El resultado: una novela afable, extrañamente templada, la mejor de sus novelas. Eso, y un desmentido: no todo lo que dura es infame.

¿Una historia feliz? No necesariamente. Para componer su testamento, Cheever no se engaña. La vida es esto y esto retrata. No una historia fácil sino verosímil, tirada por el ruido y por el tedio. El protagonista: Lemuel Sears, un hombre acomodado y a un paso de la vejez. La anécdota: ese penúltimo paso, los inesperados ritos antes de atravesar el umbral de la senectud. Un amor postrero y frustrado. Una primera relación homosexual. Una batalla legal contra la empresa que contamina la laguna de su pueblo. No es esta historia lo que sorprende, sin embargo. Asombra el tono y una omisión: no hay angustia. Ocurre esto y aquello y no hay angustia. La hay en Cheever, por ejemplo, cuando enfrenta su culposa bisexualidad pero no en su protagonista, quien se lía con un hispano como quien bosteza indolentemente. La hay allá y no acá. Ése, uno de los hallazgos de la novela: expulsada la angustia, la historia adquiere una ventajosa extrañeza. Es y no es leal a este mundo. Es luminosa y, al encontrar sólo esperanza en un mundo falsificado, es toda sombras. Es esto y es otra cosa.

La novela es feliz sólo porque su resolución es feliz. Cheever postula un mundo sereno, carente de angustia, y sus recursos narrativos afirman lo mismo. No hay tensión en la prosa, por ejemplo: ésta fluye templada, armónicamente, rebosante siempre de lirismo. El lirismo también coopera: construye correspondencias a través de sus metáforas y así alivia –nada lo hace– la angustia causada por la separación. Ni siquiera las subtramas, tan habituales en Cheever, desentonan: distraen la tensión narrativa, cosa buena cuando se desea escribir una novela apenas intensa. Hay que decirlo así: Esto parece el paraíso es un triunfo de la técnica narrativa. Hay que decirlo de ese modo porque estos triunfos no son corrientes en las novelas de Cheever. En pocos casos como en el suyo es tan cierta esta frase: fue mejor cuentista que novelista. Escribió algunos de los cuentos fundamentales de la literatura norteamericana pero ninguna de sus novelas centrales. Ni Falconer, su novela más famosa, ni su saga de los Wapshot –Crónica de los Wapshot y El escándalo de los Wapshot– se sostienen a la altura de lo que hacían casi al mismo tiempo, digamos, Truman Capote, William Styron o Philip Roth. Son novelas lastradas por la experiencia del cuentista: demasiadas subtramas, tensión escasa y un temperamento nunca lo suficientemente enardecido como para expresarse durante un centenar de páginas. Si alguna de sus novelas sobrevive, será ésta, y a otra cosa.

Otra cosa: la luz en la narrativa estadounidense. No es Cheever el único autor luminoso en aquella literatura. Son legión los autores que han registrado allá, sin traicionarlo, un mundo pleno de claridad y destellos. Ése es acaso el rasgo distintivo de la literatura norteamericana: su naturaleza solar. Como poesía nacional, el optimismo democrático de un ciudadano que se sospecha un cosmos. Como épica popular, un hombre batiéndose bajo el sol contra una ballena. Más tarde, con Hemingway y Faulkner, lo central ocurre, así sea sórdidamente, al aire libre. Incluso cuando dobla el siglo y la narrativa se oculta en las aulas y en las plumas judías la luz no cesa. Piénsese en la preocupación de Norman Mailer: cómo describir la sensación de poder y crecimiento. Piénsese en la de J.D. Salinger: cómo dictar una moral humanista desde una literatura fina y pudorosa. Piénsese, sobre todo, en la de Saul Bellow: cómo extender una epifanía durante toda una obra, cómo reconstruir festivamente los claroscuros de la sociedad estadounidense. Es allí, en esa tradición, donde también descansa el mejor Cheever. El cronista de esos suburbios tan idílicos como vacíos. El cuentista que padece una simultánea aversión y fascinación por sus vecinos. El novelista temperado, y a veces extraordinario, de Esto parece el paraíso.

Que se entienda. Sólo allá, en aquel mundo, ocurre eso. Aquí, estancadas, las nociones básicas. Que la vida es humo. Que la novela ha muerto. Que la narrativa es pesimista o no es literatura.

13337

ohwhatapEl Paraíso Recuperado

por Rodrigo Fresán

Página 12

Suplemento Radar Libros

Domingo, 27 de Noviembre de 2005

Después de años de ser figurita difícil en librerías de viejo (quienes los tenían no los vendían, quienes los querían no los conseguían), los libros de John Cheever empiezan a ser reeditados por Emecé, con epílogos de Rodrigo Fresán. A continuación, reproducimos el que cierra Esto parece el paraíso, recientemente distribuido junto a Falconer, primera tanda de un plan que terminará devolviendo a las librerías argentinas hasta los cuentos y los diarios de uno de los más grandes escritores norteamericanos del siglo XX.

SALIDAS Y ENTRADAS

La funcionalidad de las obras cerradas y completas permiten, a menudo, el capricho de algunas teorías imposibles de rebatir por el dueño ausente. Una de ellas sería la de entender las novelas de John Cheever como las diferentes escalas en una odisea mística a lo largo y ancho de sucesivos territorios terrenos pero imbuidos, siempre, de la potencia de lo mítico.

Así, Crónica de los Wapshot (1957) y El escándalo de los Wapshot (1964)1 podrían entenderse como la expulsión del paraíso; Bullet Park (1969) [2] se ubica a la altura de un purgatorio dopado y casi sonámbulo; Falconer (1977) [3] es el infierno sin concesiones; y, sin lugar a duda alguna, Esto parece el paraíso –último libro publicado en vida por Cheever, apenas unos meses antes de su muerte– es el final y feliz retorno al Edén. A ese paraíso recuperado luego de tantos años vagando por el mundo y por las historias de ese mundo.

Esto parece el paraíso como la coda a la sinfonía de sus ficciones: una suerte de summa estética y de credo existencial; un testamento y despedida que suena, paradójicamente, como la más triunfal de las oberturas, como un volver a empezar con el más regocijado de los Había una vez…

VOLVER

Y por los días en que inicia la escritura de Esto parece un paraíso puede afirmarse sin vacilaciones que John Cheever es un sobreviviente y un triunfador. Atrás han quedado el alcoholismo, la adicción a pastillas, las sucesivas y tormentosas estadías en diversas instituciones desintoxicantes, su desordenada vida sexual y la expulsión del hogar familiar para arrastrarse por universidades en Iowa y Boston impartiendo clases caóticas ante un alumnado cuanto menos desconcertado.

Ahora Cheever no se acerca ni a frascos ni a botellas ni a cigarrillos, ha vuelto al santuario familiar en Ossining, su esposa e hijos han acabado por comprenderlo (o soportarlo con elegancia) y la hasta entonces tan desaforada como culposa faceta homosexual de su vida (su esposa Mary Winternitz Cheever se ha resignado a ella con gracia) se limita a una sentida y sentimental relación con el joven Max Zimmer a quien amará y por el que será amado hasta el último día.

En el terreno profesional, Cheever ha alcanzado, por fin, la consagración universal y la felicidad íntima de que los demás sepan lo que él siempre supo: Cheever es uno de los grandes de la literatura norteamericana y, con su colega Saul Bellow, conforman el Yin y el Yang –lo judío y lo protestante– que narra las alegrías y padecimientos del hombre nacional.

La aparición de la novela Falconer en 1977 puso las cosas en su sitio y, al año siguiente, la monumental antología The Stories of John Cheever [4] no sólo le valdrá el premio Pulitzer y el National Book Critics Circle Award sino que además –algo casi impensable para un volumen de relatos– lo elevará a la cima de las listas de ventas. No demoran en llegar un doctorado en Harvard (Cheever no había terminado el colegio secundario; su expulsión inspiró su primer cuento publicado a los dieciocho años en The New Republic) y la prestigiosa medalla Edward McDowell “por una sobresaliente contribución a las artes”.

Sí, Cheever está de moda (un anuncio de la revista Cosmopolitan muestra a una modelo ligera de ropas y leyendo The Stories…; Rolex le regala un reloj de oro al escritor a cambio de posar para un aviso), Cheever es cool, Cheever ha dejado de ser apenas “un escritor de The New Yorker” y Cheever se pasea por el mundo exhibiendo su mejor sonrisa y leyendo fragmentos de su obra con ese tan impostado como encantador acento patricio de Nueva Inglaterra.

La cuestión ahora es cómo seguir.

Lo que sí tiene claro Cheever es que quiere escribir “un gran libro”: enorme en intenciones y frondoso en páginas. Una novela “sobre un hombre viejo al que le gusta patinar sobre hielo”, les había comentado, exultante, a sus editores en Knopf. Y en Knopf no tuvieron problema alguno en autorizar un más que atractivo adelanto. No importaba lo que Cheever hiciera, porque lo que Cheever hiciera siempre sería Cheever.

En la privacidad de su estudio, sin embargo, la cosa no parece tan sencilla. Cheever comienza a sufrir problemas de salud: desvanecimientos epilépticos (que incluyen desde visiones místicas hasta pérdida de memoria), ataques de pánico y de llanto (en los que Cheever repite, como el Tony Nailles de Bullet Park, el mantra “Devuélveme las montañas”) y un tratamiento para un problema recurrente en las vías urinarias acaba revelando un tumor en su riñón derecho que no demoraría en extenderse a sus piernas y a su pecho. “Encontrarse de golpe entre miles y miles de personas rezando por una cura para esta cosa mortal no deja de ser algo extraordinario. No es algo deprimente, ni siquiera excitante. Es nada más y nada menos que una de las partes más críticas de la vida o de la aspiración de vivir”, le confiará a un periodista de The Saturday Review.

Y –más allá de todo lirismo– de pronto, falta fuerza y se acaba el tiempo, y varias anotaciones en sus Diarios [5] ponen en evidencia los temores del escritor:

Entonces, ¿cuál es el miedo, el terror innominado? Es, simplemente, la pérdida de las facultades. La inteligencia, la memoria, la capacidad amatoria. Uno ha visto la enormidad de la locura. Al bajar de la bicicleta en la cima de la colina para conversar con los Z., no sé dónde estoy. Debe ser un ataque pasajero de amnesia.

Pues bien, trato de prolongar la jornada de trabajo y desgraciadamente estoy sobreexcitado. No tengo la serenidad que creo recordar que poseía cuando escribí Falconer.

Lo que no impide que entre esas mismas páginas sombrías se puedan apreciar destellos del work in progress. Ahí están esas luminosas parrafadas donde ya aparece el anciano héroe Lemuel Sears:

Entonces el viejo dice: “Ninguno de vosotros tiene la edad suficiente para recordar el patetismo de una civilización acabada. Era un fenómeno pasajero, como los placeres de la luz, aunque hemos aprendido que la luz es capaz de mover mundos…”

Y destacan tres líneas que ya anticipan lo que será el tantas veces citado inicio de Esto parece un paraíso:

Es un relato para leer en la cama una noche de lluvia en una casa vieja cerca de un camino sinuoso y desierto, tal vez con vistas a las montañas y a poca distancia de un arroyo donde se pueda pescar y nadar.

El tono y las intenciones son claras: Cheever –mientras va y vuelve de hospitales intentando diversos tratamientos– está escribiendo un adiós a la vez que un resumen de sus temas y obsesiones. Una novela crepuscular que ilumine tanto como un amanecer. Un libro diferente pero que, sin embargo, complemente y corone toda una obra.

Una carta a su discípulo y amigo John Updike comenta su extrañeza ante lo que está creando: “Estoy escribiendo una novela pero me resulta difícil decirlo en voz alta o a mí mismo. Me pregunto si alguna vez habrás experimentado semejante sensación. Al caer la tarde, la gente me pregunta: ‘¿Todavía escribes?’ Y yo les respondo: ‘Oh, sí’. Y la respuesta parece funcionar, pero no es exactamente la verdad”.

Y en una entrevista con Robert G. Collins se ríe un poco de todo el asunto: “El título será Esto parece un paraíso. Lo que alarmó a todo el mundo en la editorial. Me dijeron que no se podía ‘publicitar’ una novela con semejante título. Y yo les respondí que no había un título ‘publicitable’ en toda la historia de la literatura desde Cumbres borrascosas”.

Días después, los Diarios reportan, lacónicos, que la tarea ha sido realizada:

Entonces me parece que Esto parece el paraíso está terminado. Reescribiré el relato sobre el supermercado y todos los que me parezcan mal, los fotocopiaré y trataré de que alguien me lleve a la ciudad. No quiero tomar el tren.

DESPEDIRSE

Y, de acuerdo: Esto parece un paraíso no ha resultado ser un libro grande en número de páginas pero sí es un gran libro en todos sus otros aspectos. Y a esto se refirió Robert M. Adams en su reseña del 29 de abril de 1982 en The New York Times: “Si lo que John Cheever se propuso fue resolver el problema de cómo conseguir que una pequeña ficción funcionara como una ficción enorme, entonces cabe decir que lo ha conseguido (…) Aunque el lienzo en que se pinta sea reducido no hay que confundir al producto terminado con una miniatura: es amplio, impresionista, poético en forma y fondo”.

La novela –o nouvelle, o novella– que llega a las librerías a principio de marzo de 1982 tiene apenas cien páginas con letra grande; pero su lectura y sus propuestas son las de una saga frondosa y aluvional. La portada de color verde repite el patrón tipográfico diseñado por R. D. Scudellari –que fue azul para Falconer y rojo para The Stories y, posteriormente, en 1991, blanco para los Diarios– y la crítica repite viejos argumentos. Pero –novedad– esta vez no se los utiliza para condenar sino para celebrar. La estructura episódica y atomizada que apenas escondía la “trampa” de varios cuentos unidos por la figura de un mismo protagonista –cargo y estigma habitual a la hora de juzgar todas y cada una de las novelas de Cheever– ahora se festeja como rasgo fundamental de su estilo. Allan Gurganus y John Updike firman elogiosas reseñas. Y, claro, se insiste en el ADN de los laureles de escritores del pasado que ahora se posan sobre la cabeza de Cheever: “el mejor discípulo de Hawthorne y Melville y Fitzgerald”, “el Ovidio de Ossining”, “el Chejov de los suburbios”, “nuestro Trollope”, “Kafka epifánico”, “un Thoreau o un Emerson de la modernidad” y, finalmente, “Cheever sólo se parece a Cheever”. A la hora de las definiciones de su carácter se lo considera “un escritor satírico”, “un puritano iluminado”, “un trascendentalista”, “un anarquista episcopal”, “un moralista lujurioso”, “un anarquista suburbano”.

Cheever, mucho más cauto y humilde, prefiere definir a Esto parece un paraíso como “el primer romance ecológico”.

Y, claro, la apreciación de Cheever es la mejor y más justa de todas. Porque la columna vertebral del libro es la de un tal Lemuel Sears –un hombre viejo pero todavía firme en su cuerpo y sus convicciones– empeñado en salvar a la laguna de su pasado y conquistar a la mujer de su futuro.

Ambas empresas no resultan sencillas.

La laguna de Beasley –en las afueras de Janice, pueblo donde creció Sears– está siendo sitiada por gangsters inmobiliarios que se proponen convertirla en un vertedero.

Mientras que la adorable y misteriosa y errática agente de bienes raíces Renée Herndon [6] no deja de repetirle que “no tienes la menor idea de cómo son las mujeres” y se escabulle como agua entre sus dedos.

Y antes de alcanzar el más extraño y regocijante de los finales felices –y siguiendo una estructura coral que anticipa la de los films de Paul Thomas Anderson y Wes Anderson– Sears superará varias pruebas y conocerá a muchas personas a lo largo del camino. Mientras tanto y hasta entonces –en el intento de rescatar su Camelot, preservar su Shangri-La y cantar a la gloria de su Xanadú privado– se hundirá en la depresión de “los Balcanes del espíritu”, vivirá un apasionado affaire homosexual con un ascensorista llamado Eduardo, se aliará con el ecologista en crisis y mártir inminente Horace Chisholm, fracasará en su terapia psicoanalítica [7], evocará su visita a la pitonisa ciega y centroeuropea Gallia, recordará a sus ex esposas, se relacionará con las vidas de dos familias –los infernales Salazzo y los angelicales Logan–, y participará y será testigo del rescate de un bebé perdido así como de una bienintencionada maniobra terrorista y venenosa para salvar la limpieza de su laguna y, posiblemente, del espíritu de todos los hombres. Porque, como en tantos de sus relatos, la trama de Esto parecía un paraíso tiene los pies en nuestro mundo pero la cabeza en una dimensión mítica donde los ciudadanos a menudo se comportan como antiguos reyes. Y cualquier cosa puede suceder si se trata de reestablecer el estado de las cosas y la justicia poética.

Lo que –como bien señaló Scott Donaldson en John Cheever: A Biography– no significa que Esto parece el paraíso se trate de un alegato nostálgico sino por lo contrario (y tal vez aquí resida su genio) de una eufórica celebración del presente y de los goces de la madurez enfrentada al futuro. De ahí –no me parece casual– que Sears sea un especialista en ordenadores y chips: un técnico en el que conviven el sabio amor por la máquina y por la carne así como el inocente asombro ante la magia y la ciencia.

Y en la última página –como en la primera– los seres humanos se esfuman y el paisaje permanece.

Y es de noche otra vez.

Y la repetición de la primera línea en la última frase cierra el círculo y, claro, alienta a la inmediata relectura. Porque –y tal vez El Tema de Cheever sea el poder de transformarse una y otra vez– esto es lo que suele ocurrir con los milagros: jamás nos cansaremos de experimentarlos.

IRSE

Y cabe aclarar aquí que Esto parece un paraíso es el último libro de John Cheever publicado en vida pero que no es su última obra. En realidad, resulta casi imposible separar a Esto parece un paraíso de su hermano siamés: el guión original para televisión The Shady Hill Kidnapping escrito por Cheever por encargo de la Public Broadcasting Sistem para su ciclo de unitarios American Playhouse y emitido el 12 de enero de 1982 con éxito de crítica y de audiencia [8]. Y lo cierto es que Cheever –quien en más de una ocasión había despreciado ofertas varias con un “La literatura llega a donde no alcanza a llegar la cámara”– dijo sentirse más satisfecho con el guión que con la novela. Pero lo de antes: son lo mismo, son parte de un mismo momento creador.

La trama del programa –imaginada en tándem con Esto parece el paraíso– insiste en la historia de Toby Wooster, un niño extraviado. Aunque esta vez no pasa por un descuido sino por la variación de un supuesto secuestro. Y –como en Esto parece un paraíso– abundan las subtramas mientras se intenta reunir el dinero para pagar el rescate: policías filosofantes vigilando la estación de tren o la resistencia de un hombre a construir la piscina número 34 con forma de riñón son algunas de las viñetas inequívocamente cheeverianas puntuadas por el recurso de falsos comerciales escritos por el mismo escritor y entre los que se cuenta uno de Elixircol: ese tónico milagroso que ya había sido mencionado en el magistral relato “La muerte de Justina”.

Al final –como en Esto parece el paraíso– todo termina bien y todo vuelve a la normalidad y alguien exclama “Esto es el paraíso: tener a tanta gente que uno ama durmiendo bajo el mismo techo”; pero la voz narradora y en off advierte: “No podemos desentendernos de la universal soledad de los tiempos en que vivimos”.

Semanas antes de morir, al ser interrogado en una entrevista acerca de si él creía en la existencia de un Más Allá, el escritor reflexionaba: “Nunca me he hecho esa pregunta porque es algo que me parece poco importante. Lo que a mí me preocupa es sacarle todo el provecho posible al mundo en que me encuentro. Y subrayo la idea de ‘me encuentro’. Porque se trata de un mundo al que no llegué por casualidad o en el que yo me haya adentrado. Es un mundo en el que me pusieron. Y darle algo de sentido y orden a este mundo siempre me ha parecido la más interesante de las empresas posibles”.

No resulta arriesgado afirmar que Esto parece el paraíso –y The Shaddy Hill Kidnapping– le dan orden y sentido al mundo.

A los pocos meses de emitido el programa y publicado el libro –el 18 de junio de 1982– Cheever falleció en su casa de Ossining y fue enterrado junto a sus antepasados (en lo que solía llamar “el agujero de la familia”) en el cementerio de Norwell, Massachussets.

Fueron muchos los tributos que se le rindieron y muchos los discursos que se pronunciaron pero –por conocimiento y por afecto– destacaron los de John Updike y Saul Bellow.

El primero recordó que “había algo en él que hacía que la vida pareciera un tesoro”.

El segundo afirmó que “su intención no fue sólo hallar evidencia de una vida moral en el caos de una sociedad sino también brindarnos la poesía de ese asombroso, estupendo y ensoñador mundo en el que vivimos”.

Para los que no lo conocieron ni estuvieron allí, para los que tienen ahora la oportunidad de conocerlo y acompañarlo, este libro es el paraíso.

O, mejor aún, en las palabras de la oracular Gallia: “La grande poésie de la vie”.

Lo que, supongo, significa –si se lo busca se encuentra, Cheever lo sabía mejor que nadie– que el paraíso siempre estuvo y estará y está en la tierra.

ADIOS

En uno de sus últimos relatos, “Las joyas de los Cabot”, Cheever le hace decir al narrador –uno de sus recurrentes alter-egos– que: “Ahora mi verdadero trabajo consiste en escribir una edición de The New York Times que traiga alegría a los corazones de los hombres. ¿Acaso podría imaginar una ocupación mejor?”.

Misión cumplida.

Aquí está.

kultur_d2723NOTAS

1. Publicadas en España por Emecé en un solo volumen, con el título de La familia Wapshot (2003).
2. A publicarse durante el 2006 en esta editorial.
3. También publicada por Emecé en el 2005.
4. A publicarse en Emecé durante el 2006. Una selección de los relatos de este libro se encuentra en La geometría del amor (Emecé, 2002).
5. Publicados por Emecé en el 2004.
6. Habitual fémina fatal en sus ficciones y, aquí, cordial venganza/homenaje de Cheever; el personaje está inspirado en la actriz Hope Lange –por entonces casada con el director de cine Alan J. Pakula– con quien Cheever tuvo un tumultuoso e intermitente amorío desde finales de los años 60 hasta mediados de los ‘70.


7. Como Cheever en 1969, quien apenas acudirá a nueve sesiones donde se dedicará a mentir con alegría.
8. The Shady Hill Kidnapping –protagonizado por Celeste Holm y dirigido por Paul Bogart y con una duración de sesenta minutos– ha sido editado en formato VHS por Thirteen WNET New York para la serie Broadway Theatre Archive y se puede adquirir a través del site www.broadwayarchive.com

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José Antonio GURPEGUI

El Cultural

Buenas noticias: las librerías españolas acaban de recuperar los dos títulos de John Cheever más “singulares” de su corpus literario. La sustancia argumental de Cheever, tanto en sus relatos como en sus novelas, era la clase media o media-alta norteamericana.

Relatos como “El nadador” o la saga que encontramos en las dos novelas de la familia Wapshot nos reflejan la sociedad americana de mediados de siglo con idéntica precisión a aquella del Updike de fin de siglo. Dos títulos, sin embargo, no participan de tal premisa, justamente los que ahora reseñamos: Falconer y Oh, esto parece el paraíso (sin olvidar la experimental Bullet Park [1969]).

Se trata, al mismo tiempo, de dos obras que a priori poco tienen que ver entre sí: Falconer relata la vida de un asesino en prisión y Oh, esto parece el paraíso la de un anciano que en el ocaso de su vida intenta recuperar el idílico aspecto de una suerte de parque ahora maltratado por la industrialización. Sin embargo, y pese a las obvias e importantes diferencias entre una y otra sí que es posible apreciar consonancia entre ambas. Se trata de sus últimas novelas (Paraíso se publicó el mismo año de su muerte, 1982, yFalconer siete años antes) y en las dos se refleja la evolución personal del autor desde aquellos primeros relatos publicados en “The New Republic” y su posterior consagración en “New Yorker” hasta convertirse en uno de los nombres de culto de las letras norteamericanas.

En estas dos obras Cheever nos plantea situaciones tangencialmente opuestas a las de obras anteriores. Si antes nos reflejaba una sociedad opulenta y satisfecha consigo misma, cuando en realidad se trataba simplemente de un colorido y brillante celofán con el que ocultar las más aberrantes miserias sociales, ahora se nos plantea el camino inverso: desde la más absoluta miseria personal, cuando todo parece estar irremediablemente perdido, el individuo es capaz de superar cualquier dificultad y erigirse como un verdadero héroe por más que esté encarcelado o que la edad merme sus facultades físicas.

Uno de los más claros rasgos en los que apreciamos esta evolución es en el tratamiento de la homosexualidad. El planteamiento y la resolución que plantea Cheever, de tendencias bisexuales él mismo, tanto en la homosexualidad de Farragut como respecto a las dudas de Sears, nada tienen que ver con las de Coverly en la saga de los Wapshot y menos aún con aquel temprano Clancy en su relato de la Torre de Babel. La comicidad vergonzosa que apreciábamos en Coverly y el tormento que sufría Clancy nada tienen que ver con la seriedad y serena aceptación de los gustos sexuales de los protagonistas más recientes. No es éste el único referente autobiográfico, aunque sí el más significativo.

Optimismo crepuscular

Autor y argumento

Antonio Lozano

Qué leer

15/9/2005

Tocar fondo y regresar a la superficie para explicar las propias memorias del subsuelo, morder el polvo y escupirlo en forma de historias que dan testimonio de una salvación imprevista, luminosa. La literatura de Cheever son las crónicas del caído que no tiene escrúpulos para exponer sus miserias, el primero que levanta la mano en la reunión de alcohólicos anónimos, si bien cifra lo personal en narraciones cargadas de simbolismo y con una distancia cínica que adquiere esporádicos visos de ensoñación. Esta falta de pudor -«No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad… sobre la magnitud de mi desaliento, mi desesperación», apuntó como declaración de principios en sus diarios-, aliada con una prosa llena de plasticidad y vigor, pero también de aliento metafórico, convierte la lectura de sus obras en una desconcertante experiencia, al modo de desgarradoras autopsias emocionales que se leen con una sonrisa de asombro agradecido. El borracho que te cuenta su tragedia como una anécdota cómica coronada por una moraleja de libre interpretación. Novelas crepusculares en la carrera del escritor, Falconer y Esto parece el paraíso son representativas de su constante y dolorosa lucha por dar con las palabras que ejerzan de agua bendita con la que exorcizar sus demonios personales pero, al mismo tiempo, están hermanadas por un cierre optimista y piadoso, que nacería de la confluencia de la madurez literaria con un largamente postergado beneplácito crítico y popular, todo ello sobre los rieles de la catártica disipación de la más salvaje de sus tormentas autodestructivas.

Dos obras decepcionantes de John Cheever

EMILIO RODRíGUEZ CUETO

La Nueva España

17 noviembre, 2005

nº 1095


Hay excelentes razones para que la etiqueta de novela americana (del Norte) despierte el interés de editores y de lectores. La relación de grandes narradores estadounidenses es abrumadora y difícilmente habrá aficionado que no encuentre, en ella, algún nombre propio por el que no sienta interés, desde la tópica y prácticamente centenaria «generación perdida» hasta el heroico esfuerzo a la Proust de Harold Brodkey, pasando por policiacos condenados al ostracismo, «beatniks», sureños enrevesados, afroamericanos reivindicativos, inmigrantes exquisitos, sucios realistas, judíos neoyorquinos, «bestselleros» variados y lo que usted quiera, todo bueno y abundante. Por eso no parece una mala iniciativa comercial la de Emecé, que está publicando, con idea de pequeña colección, la obra de John Cheever (1912-1982). ¿Necesita usted darse una mano de barniz cultural presuntuoso? En el caso de Cheever le basta con citar sus problemas con el alcohol y las drogas, su bisexualidad, su irónico análisis de la llamada clase media norteamericana, la inevitable The New Yorker y, cómo no, que es el autor del relato en que se basaba El Nadador, aquella película de finales de los 60 protagonizada por un Burt Lancaster en bañador que hacía un agónico y revelador recorrido nadando todas las piscinas de sus vecinos.

Si quiere ir más allá, son dos los nuevos títulos que nos ofrece Emecé: Falconer y Esto parece el paraíso, dos obras, a mi parecer, decepcionantes.

Falconer es un relato de presidio. Ezekiel Farragut, un intelectual heroinómano de buena clase social, ingresa en el penal de Falconer tras asesinar a su hermano (un tipo despreciable) en un ataque de furia. Su esposa le pide el divorcio y su hijo no le visita. En Falconer sufrirá vejaciones y encontrará amores homosexuales más profundos que el matrimonio que deja atrás. Las peripecias carcelarias de Farragut encajan dentro del paréntesis de unos pocos «flash-backs», situados al comienzo y al final del relato, que apuntan cuatro detalles, quizás insatisfactorios, sobre la vida previa del preso. Un conjunto pintoresco de condenados, en general sujetos de trato fácil y pasado homologable al de muchos norteamericanos bien situados, comparte con Farragut la galería, posiblemente como recurso para intranquilizar al lector recordándole que él tampoco está libre de una condena. No obstante, parece (se lo parece a este comentarista ignorante, con nula experiencia carcelaria y que toca madera) que el retrato que Cheever hace de los condenados peca de idílico, más aún si contrastamos su inteligencia e, incluso, su delicadeza en las relaciones amorosas que mantienen con la brutalidad y el nerviosismo de los carceleros. De hecho, en más de un momento, la obra deriva por la truculencia maniquea y efectista de la mano de estos carceleros (véase la matanza de gatos que cierra el segundo capítulo, por ejemplo). De todas maneras, tampoco nos atrevemos a negarle autoridad en tales asuntos a Cheever, que en los años 70 impartió talleres de creación literaria en Sing Sing.

El interno amante de Farragut (un tipo también blanco, antiguo empleado en una empresa hipotecaria y con esposa e hijos en el exterior) consigue huir de prisión de manera sorprendente, mediando la complicidad de un cardenal (¡esa debilidad de los protestantes por el exotismo católico!) que visita la prisión, como igual de sorprendente es la fuga del propio protagonista al final de la obra, auxiliado por un deus ex máchina que, si quiere simbolizar algún tipo de esperanza o de fe en la bondad humana, parece más bien una solución facilona al asunto de la novela; asunto, por lo demás, bastante escaso de materia narrativa: durante gran parte de la lectura no sabemos de dónde, a dónde vamos, ni siquiera si nos estamos moviendo.

Esto parece el paraíso, es una novela sin duda peor, con muchos más errores pese a su brevedad. Da la impresión de ser la obra de un autor agotado (Cheever no tardaría en morir tras su publicación), de un narrador desorientado, impreciso, que ha perdido la capacidad de estructurar un relato.

Parece plantearse, en un principio, como un alegato ecologista, pero pronto se desvía para dar cuenta de las aventuras amorosas de un hombre de mundo, viudo y maduro, que, desconcertado por una amante imprevisible y aficionada a todo tipo de terapias de grupo (contra el tabaco, el alcohol, el sexo…), encuentra consuelo y tranquilidad con un ascensorista, comprensivo, casado y padre, perfilado con el mismo troquel que el amante del protagonista de Falconer, aunque con menos ganas. Ya vemos que Almodóvar no descubrió nada. Sobre esta confusa base argumental deambulan personajes a medio hacer (dos vecinas que se pelean en la cola de un supermercado, un psiquiatra o psicoanalista traumatizado por su homosexualidad reprimida, un abogado perdedor al que atropellan «los malos»…) cuya inclusión en el relato resulta francamente misteriosa, porque no aportan nada, por no decir que distan bastante de lograr la comicidad que pretenden, de la misma manera que nada aporta, tampoco, la larga y aburrida exposición final sobre cómo regenerar un lago contaminado, que tal parece copiada de un manual de «ecoingeniería» (si es que existe algo así) simple y llanamente para lograr un par de páginas más.

En fin, aunque el editor nos presente Falconer y Esto parece el paraíso como dos obras radicalmente distintas, no nos convence. Ambas insisten en las mismas obsesiones y procedimientos recurrentes del autor (la traición femenina, el descubrimiento tranquilo del amor homosexual, los finales caprichosos e injustificadamente optimistas) y ambas transmiten al lector (a este lector, al menos) una cierta sensación de inconsistencia, y no sólo por la indefinición argumental, sino también por algunas peculiaridades poco apreciables de la prosa de Cheever, por ejemplo, su aparente falta de criterio a la hora de definir párrafos.

No, no encontramos en estas dos novelas ni la ambición ni el oficio de los grandes narradores norteamericanos. De cualquier manera, si usted se decide por abrir las páginas de una de las dos (porque tampoco es necesario leer exclusivamente obras maestras), probablemente le produzca más satisfacciones Falconer: al menos, las situaciones están mejor definidas, los cuadros son más completos, aunque la relación general entre ellos sea débil. De Esto parece el paraíso le apuntaré unas palabras sorprendentemente lúcidas en el conjunto de la obra, unas palabras que tienen que ver con la esencia misma del realismo norteamericano, con esa desazón que lo distingue del europeo y cuyo origen está en un cierto sentimiento de indefensión ante lo imprevisible de la vida, con una sociedad que parece alardear de una renuncia trágica a la estabilidad y a la permanencia: el tema en el que Carver o Richard Ford ejercen su magisterio. Escribe Cheever, tras describirnos la laguna de Esto parece el paraíso convertida en un vertedero (páginas 12-13):

«Allí estaban las deyecciones de una sociedad que se inclinaba por el nomadismo, sin haber reducido su pasión por los bienes muebles. Casi todos los pueblos errantes desarrollan una cultura de tiendas, sillas de montar y rebaños trashumantes, pero éste era un pueblo errante con pasión por los marcos de cama gigantescos y los frigoríficos descomunales».

Una poética de la desilusión

Ignacio F. Garmendia

http://www.elpelao.com/letras/

A John Cheever le ha ocurrido lo que a otros grandes escritores infravalorados o escasamente difundidos, que a pesar de haber influido de manera decisiva en sus contemporáneos y en una legión de discípulos confesos, han acabado siendo menos conocidos que éstos por el gran público. Sucede así que autores estadounidenses como Raymond Carver, John Updike, Philip Roth o John Irving -pero asimismo Saul Bellow o el propio Nabokov, que no era lo que se dice un lector impresionable-, todos ellos deudores o admiradores del talento de Cheever, son considerados clásicos de la literatura norteamericana, en tanto que el autor de Massachusetts, uno de los grandes narradores anglosajones de todo tiempo, no ha obtenido un renombre acorde a la altura de su calidad literaria. La sola lectura de estos Diarios bastaría para probarla.

Editados por Robert Gottlieb, que contó con la generosa ayuda de la viuda de Cheever y de sus tres hijos -generosa, porque sus páginas contienen no pocos pasajes en los que éstos no salen demasiado bien parados-, los voluminosos Diarios de Cheever fueron escritos, a lo largo de más de treinta años, en veintinueve pequeños cuadernos iniciados en la década de los cuarenta y proseguidos hasta poco antes de su muerte, un formidable legado que muestra con insólita franqueza el itinerario de un hombre, inseguro pero tenaz, que exorcizó sus demonios por medio de la escritura. Así pues, la selección de Gottlieb, con ser amplia y, sobre todo, «representativa», no contiene sino una vigésima parte de la extensión original, en cualquier caso suficiente para añadir el nombre de Cheever a la selecta nómina de los mejores diaristas en cualquier lengua.

Asociado en sus inicios -fue uno de los autores de cabecera de la mítica revista- a The New Yorker, donde aparecieron muchos de sus relatos y extensos fragmentos de estos Diarios, John Cheever ha sido llamado «el Chejov de los suburbios», entendidos éstos en su acepción norteamericana, es decir, como dilatadas extensiones de la ciudad difusa, gigantescas urbanizaciones que conforman una de las señas de identidad del american way of life, cuya cara oculta -el reverso del sueño- desveló Cheever en páginas tan literariamente sugerentes como sociológicamente reveladoras. El propio autor, hacia el final de su vida, bromeaba acerca de esta repetida etiqueta de cantor de los suburbios, diciendo que se había convertido en «una marca registrada, como los cereales del desayuno». Lo cierto es que nadie antes de él había retratado con tanta nitidez -nitidez no exenta de claroscuros- el brillo mesocrático y las soterradas miserias de una forma de vida que sedujo y arrastró al mundo en los años inciertos de la posguerra mundial.

El mencionado Updike -lo cita Fresán, en una de las ejemplares notas que acompañan la edición, aclarando el contexto vital o literario de las observaciones de Cheever- definió estos Diarios como un «extenso poema en prosa brotando sin explicaciones desde las profundidades de la mansa desesperación del moderno hombre americano». Ese hombre es, claro, el propio John Cheever, pero es también el personaje que aparece en muchas de sus narraciones, secretamente ligadas a la vida del autor, y esta es una de las conclusiones que se desprende de la lectura -absorbente, fascinadora- de sus Diarios. En ellos aparece transcrita, sin contemplaciones, la vida interior de un hombre acosado por las dudas que no obstante, o por ello, mostró un valor excepcional para salir adelante, como escritor y como ser humano. Luego están las reflexiones sobre un oficio, el de escritor, que Cheever encarnó con honradez, pasión y meticulosidad extraordinarias. Hay quienes sostienen, con un punto de desdén hacia los escritores atormentados, que la vivencia agónica de la creación literaria no es inherente al oficio de escribir, y es verdad que no faltan autores importantes para los que la escritura fue, más que nada, un gozoso pasatiempo, pero tampoco cabe negar que existen muchos otros, así Cheever, que conciben el ejercicio de la literatura como una lucha sin cuartel, y debe concederse que suelen ser estos últimos los que se imponen a sí mismos el rigor y la autoexigencia necesarios para alcanzar las cumbres más elevadas.

Pero más allá de la literatura, estos Diarios ofrecen el retrato magistral de una vida reflexiva y autoconsciente, examinada sin complacencia y aun implacablemente por un hombre lleno de contradicciones que no renunció pese a ellas -algo siempre admirable- a sostener una visión moral del mundo, que sintió la necesidad de redimirse y acaso, en ciertos momentos, lo logró, que buscó en vano la felicidad -esa quimera- y quiso dejar constancia de la inutilidad del esfuerzo. «Un espíritu simple dirá que la esencia de su problema era la bisexualidad, pero no es así. Tampoco lo era el alcoholismo. Asumió su bisexualidad. Dejó la bebida. Pero la vida seguía siendo un problema». En este comentario breve y dolorosamente preciso, tomado de su discreta introducción a los Diarios del padre, Benjamin Cheever da, nos parece, en la clave, no ya de la íntima tragedia del escritor -que también- sino de la que encierra cualquier vida, por rutinaria e insignificante que sea, cuando su protagonista no se resigna sin más a dejarse vivir. La vida es, qué duda cabe, una cosa maravillosa, pero asimismo problemática: son los que arrostran de frente esta dimensión no grata pero insoslayable los que merecen llamarse libres, y el heroísmo de dicha actitud es tanto más acusado en quienes no se hacen ilusiones acerca de la condición humana. Para ellos, para los hombres libres, la recompensa es nada.

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B Y   M I C H A E L   C H A B O N

I read «The Swimmer» for the first time on my bed in the Maryland suburbs, one winter afternoon when I was sixteen or seventeen. I’d been skimming through a battered paperback anthology my grandfather had passed along to me -«100 Stories Ruined by English Teachers,» I think it was called – starting one after another worn-out old chestnut, quickly moving on, when I reached the famous, classic, puzzling first paragraph that begins, «It was one of those midsummer Sundays when everyone sits around saying, ‘I drank too much last night.'» I knew nothing of such midsummer Sundays, in fact; but I read on, and soon found myself lost in the weird, lovely dreamland of John Cheever’s greatest story.

«The Swimmer» is a masterpiece of mystery, language and sorrow. It starts out, on a perfect summer morning, as the record of a splendid exploit – Neddy Merrill’s quest to swim the eight miles from the house of his friends, the Westerhazys, to his own, via the swimming pools of fashionable Shady Hill – and ends up as a kind of ghost story, with night and autumn coming on, in a thunderstorm, at the door to a haunted house.

Cheever’s mastery lies in the handling of Neddy’s gradual, devastating progress from boundless optimism to bottomless despair, from summer to fall, from swimming pool to swimming pool, no two alike, each described with Cheever’s lyrical precision. This progress Cheever figures through a careful manipulation of the marks of seasonal change -the leaves on trees, the wheeling of the constellations- so that as we read the story we feel time passing, before our eyes; feel Neddy losing heart, growing weary, getting old. The story has mythic echoes -the passage of a divine swimmer across the calendar toward his doom- and yet is always only the story of one bewildered man, approaching the end of his life, journeying homeward, in a pair of bathing trunks, across the countryside where he lost everything that ever meant something to him.